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Sábado, 7 de Mayo de 2022

En abril de 1959 la familia Wollner decide empacar sus maletas y trasladarse a Bucaramanga donde le ofrecieron a don Federico, la gerencia del hotel Bucarica. Hacía parte entonces, de los icónicos hoteles de las grandes capitales del país, en conjunto con el Tequendama de Bogotá, el Alférez Real de Cali, el hotel del Prado en Barranquilla y el Tonchalá de Cúcuta, sólo que el Bucarica de Bucaramanga, era un pequeño hotel sin clientela internacional. Estuvo al frente de ese establecimiento algo más de dos años. Durante ese tiempo tuvo ocasión de conocer al representante de la concesionaria de la Volkswagen en Cúcuta, Rudolph Osswald quien periódicamente viajaba a la capital de Santander por motivos de negocios y en una de sus visitas le insinuó la posibilidad de vincularse al nuevo hotel que se había abierto en la frontera y que por esos días estaba a la búsqueda de un gestor o gerente, pues quienes lo manejaban hasta ese momento, no tenían la experiencia requerida  para administrar una institución de esa categoría.

 No le requirió mucho tiempo tomar la decisión, toda vez que su experiencia en el manejo de grandes establecimientos hoteleros era su profesión y al evaluar los beneficios que se le presentaban, veía grandes oportunidades y retos a los cuales se iba a enfrentar lo que lo motivó aún más, aceptando el desafío y tomando posesión en octubre de 1961.

Sin embargo, es necesario anotar que, para la sociedad propietaria del hotel, la situación planteada por Federico Wollner era muy diferente a la tradicionalmente aceptada de contratarlo como gerente, es decir con un contrato de trabajo oficial; por el contrario, les planteó un esquema completamente novedoso y les propuso firmar un contrato de alquiler y gestión, en el cual la actividad operativa que incluía reservas, recepción, administración y caja, compras, mantenimiento, eventos, festejos, restauración, manejo de personal y servicio al cliente, eran de su manejo y responsabilidad exclusiva. Su esposa doña Marguerite, era la encargada de los pisos, la limpieza en general, la lavandería y las habitaciones. Adicionalmente, el hotel prestaba el servicio de lavandería al vapor, a domicilio siendo el primero de su género en la ciudad. En su tiempo se recuerda la famosa camioneta verde con los emblemas del Tonchalá que circulaba por las calles llevando y recogiendo las prendas.

Cabe destacar que su exitosa gestión impulsó al Tonchalá a niveles internacionales al punto que, en 1965, tan solo cuatro años después de su posesión, se aprobó una ampliación de su capacidad de alojamiento al pasar su oferta de 75 a 100 habitaciones.

Por otra parte, el desarrollo de su vida familiar no difería de las típicas de una familia normal, así como el manejo que se le daba a la administración de una empresa en la época de los años sesenta. En lo referente al transcurrir de su familia, la vivienda asignada era dos de las habitaciones del tercer piso, una para los padres y la otra donde se alojaban los hijos de la pareja. Recordemos que durante esos años había una gran afluencia de visitantes extranjeros, no solo de Venezuela sino muchos que llegaban a la ciudad lo hacían por vía aérea, y que en ocasiones la cancelación de vuelos en el entonces aeropuerto Cazadero era frecuente lo que ocasionaba una sobre demanda de habitaciones, razón por la cual, los “pobres chamos” se veían en la obligación de ceder su habitación para ubicar alguno de los huéspedes que por razones del destino no podían viajar.

Como buen teutón, don Federico era especialmente estricto, no sólo con su familia, sino con los empleados e incluso con sus amigos. No toleraba ni perdonaba los incumplimientos ni las faltas de respeto, supervisaba hasta los mínimos detalles para que el hotel cumpliera con las rigurosas normas que había impuesto, todo lo que se dañara o rompiera por culpa o descuido de los trabajadores era descontado de su salario en una actitud desconocida en el folclórico y “mamagallista” ambiente cucuteño y que, como veremos más adelante significaría su prematura desaparición.

Por su formación dentro del severo sistema educacional austriaco, pedía a sus hijos si querían trabajar, aunque todos sabíamos que esa no era realmente una “solicitud”. Los pequeños hijos varones en ocasiones fungían las veces de “botones” y la hija menor se encargaba de entregar las llaves a los huéspedes a su llegada, aunque sabemos que era una acción más de demostración para que los clientes se sintieran como “en casa”, puesto que la pequeña apenas alcanzaba la altura del mostrador gracias a una silla que su padre le había acomodado para tal fin.

Debo aclarar que el hotel tenía contratado sus “botones”, así que cuando los hijos del gerente obtenían algunas “propinas”, la mamá de los muchachos les entregaba a los “botones oficiales” un valor equivalente, para que no diera la sensación de aprovechamiento de su condición hereditaria. Era tal la compenetración que le vendía a sus hijos y a su personal que cuando el lustrabotas faltaba, bien por descanso o por ausencia, el hijo mayor lo reemplazaba, sin mayores inconvenientes ni lamentaciones. En todo caso no perdía ocasión para recalcarle a sus hijos: “…debéis aprender lo que son las matemáticas, contar, saber los números y conocer a los clientes en persona” y estas lecciones fueron las que dejaron la honda huella en su hijo Denis, el mayor, para continuar con la profesión de su padre, quien según nos cuenta “tenía una forma muy patriarcal de educar y de gestionar, su forma de ser nos marcó a todos, aunque duro y fuerte de carácter, es algo que nos formó a todos; siempre nos decía que para lograr algo debes aprender todo desde un principio, si quieres ser hotelero la formación debe pasar por cocina, luego camarero, mantenimiento, compras, contabilidad, gestión y dirección, y así fue como yo seguí esa trayectoria”.

En aspectos que tienen que ver con el manejo logístico del hotel hay anécdotas curiosas que no resisto las ganas de contarlas; don Federico no sabía manejar y aunque quería hacerlo era tal su inseguridad que los domingos tomaba la furgoneta rosada de compras y salía por la ciudad, aprovechando el poco tráfico, para hacer sus prácticas. El hecho es que su vacilación era tal que en los cruces de las calles se bajaba del vehículo para comprobar que no venía ningún vehículo y poder avanzar. Quienes veían lo que sucedía, sin conocer al conductor, llamaban al hotel para decirles que habían visto al conductor de la furgoneta del hotel, que era de color rosado entonces, ocasionando trancones por el centro de la ciudad. Luego de estas reconvenciones decidió contratar un instructor quien, a duras penas, logró enseñarle.

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