Es bien conocido por todos nosotros el famoso “gallo cucuteño”. Aunque de origen desconocido, se tienen noticias que desde el mismo comienzo de las actividades sociales y económicas de la entonces “Villa de San José”, sus pobladores primigenios se reunían en los lugares públicos para discutir el acontecer diario, mucho antes de la aparición de los periódicos y de los medios de comunicación. Tiempo después, cuando los conocidos “cafés” fueron abriendo sus puertas al público, eran los lugares predilecto para dialogar sobre lo divino y lo humano, para arreglar los problemas del país o simplemente para “rajar” de los demás en lenguaje coloquial y en la mayoría de los casos con los tintes tragicómicos que cada caso ameritaba.
Algunas de las anécdotas que voy a narrarles a continuación datan, unas de antes del terremoto y las más, una vez comenzó la reconstrucción y consolidación de la ciudad.
En una crónica anterior hablábamos de las primeras actividades que fueron desarrollándose y de los primeros personajes que las habían ejercido, sin embargo, con el pasar del tiempo poco debían producir algunos de esos oficios pues dicen los cronistas de la época que habían visto a más de un zapatero echar a un lado las hormas, las pieles y los cueros para convertirse, de la noche a la mañana en médicos especialistas como uno que era conocido por su alias de “Garabulla” que se dedicó a curar los maleficios, como el mal de ojo y otras brujerías, y no por los sistemas entonces conocidos, como “chupar las sienes” o colgarles azabaches bien fueran finos o de pura imitación, en un collar o una pulsera, sino por otros que él decía eran científicamente modernos. Las profesiones liberales eran entonces ejercidas no en forma de simple negocio, pues algunos las ejercían a manera de apostolado, a lo que la generosidad del pueblo le correspondía con un bien merecido reconocimiento, como fueron dos casos que son necesarios mencionar: el del doctor Felipe Salas, eminente médico quien dedicó gran parte de su vida en paliar los dolores de las enfermedades más comunes de ese tiempo, y don Pedro Reyes, distinguido benefactor de los necesitados a quien habían bautizado “el apóstol de los pobres”.
De otra parte, los conocidos “chanchullos” tampoco son fenómenos recientes. Tal vez el primero documentado fue el ocurrido en el Juzgado Superior en lo Civil, siendo juez don Antonio María Ramírez, hombre recto y conocedor de la localidad y de su personal, en una oportunidad se le presentó un tinterillo a demandar a otro por la suma de cien pesos y quien, al ver que el demandado se declaraba insolvente, le denunció un solar ubicado en el plano de la ciudad contiguo a la vivienda de don Andrés Berti, terreno que ambos habían observado desde algún tiempo, estaba abandonado y no aparecía en las declaraciones de riqueza, razón por la cual, decidieron que carecía de dueño. Corridos los traslados de ley y llenadas las formalidades procesales, fue sacado a remate. En aquella época, el pregonero perpetuo que era el conocido tuerto Arámbula, desde el balcón de la casa municipal anunciaba el remate en su mejor estilo, cuando un individuo que entró al juzgado para conocer detalles de la subasta exclamó con asombro: ‘ese solar es de don Casimiro Soto’ y corrió a dar cuenta a este de lo que ocurría, pudiendo anular el plan fraguado por aquellos dos tinterillos quienes se habían confabulado para adueñarse de una propiedad que creían bien mostrenco.
Una última anécdota para cerrar esta crónica, gira en torno a las primeras presentaciones que hacían las compañías de teatro y variedades que pasaban por la ciudad a mediados del siglo XIX y que en alguna ocasión mencionábamos anteriormente indicando que Cúcuta era el paso obligado para estos grupos que venían o salían de la América española.
Acercándose el aciago 1875, funcionaba ya el teatro de la ciudad, que quedaba en el sitio donde posteriormente se construyó el hospital de caridad y hoy se yergue la biblioteca pública Julio Pérez Ferrero. Para ese entonces, don Enrique Zerpa, un aficionado al arte dramático tuvo la feliz idea de constituir una compañía de aficionados, con los jóvenes de la localidad.
Durante un tiempo estuvieron preparando un drama de don José María Samper, bastante mediocre en su forma literaria al decir de los críticos, pero que el grupo teatral del señor Zerpa decidió presentar al público cucuteño. Aconteció, pues, que siendo su acción de la época y diciéndose en el libreto que la protagonista debía vestir, en el primer acto de amazona, apareció vestida de india creyendo que se refería al traje de los indios del Amazonas. Tal vez, lo que más llamó la atención del extrañado público, fueron las pantorrillas rollizas que ostentaba la protagonista causa del adefesio teatral generándose un alud carcajadas estridentes por parte de un grupo de jovencitos que fueron imposibles de reprimir. Fue entonces cuando el alcalde, quien quería pasar como celoso guardián de la ley intimó el silencio conminando con llevarlos a la cárcel. Tan insólita conducta, lo que hizo fue avivar aún más la risa que se extendió a todas las personas que ocupaban las bancas del recinto, encolerizado en grado sumo el señor alcalde, los habría llevado a todos a la cárcel de no ser por la intervención de don Félix Uribe, hombre serio y muy respetado por la comunidad, de hacerle caer en cuenta a la primera autoridad del municipio, la imprudencia que iba a cometer, pues no había persona alguna que no se estuviera riendo de aquel desatino indumentario.
Aunque las primeras presentaciones teatrales de que se tiene noticia en Cúcuta fueron las realizadas por una familia de apellido Obando, años después se sabe de dos compañías españolas, una dirigida por un señor Castel y otra por Emilio Zafrané Toral, que se disolvieron por un homicidio perpetrado por uno de los integrantes de esta última quien mató y se comió un gato de propiedad del señor Castel. El crimen ocurrió en la carretera que conducía al caserío de San Luis, en un punto donde había una cruz, que a partir de ese momento comenzaron a llamarla ‘la Cruz del Gato’. Más tarde e inspirados por el ejemplo de la familia Obando, don Aurelio Ferrero y don Carlos Irwing, fundaron un instituto dramático con el propósito de ayudar al sostenimiento del hospital y para la construcción de la iglesia adjunta que bautizaron Capilla del Carmen.
Por: Gerardo Raynaud D.
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