Empezaremos esta crónica narrándoles cómo ha cambiado la percepción que sobre la actividad política se tenía en la ciudad antes del terremoto que la destruyó en 1875. Dicen los cronistas de la época que “la política era cosa de poca monta, que costaba trabajo encontrar quién se hiciera cargo de los puestos públicos, como la alcaldía por ejemplo, que el sueldo no era pequeño y que la prensa no publicaba artículos injuriosos contra la autoridad ni contra nadie; la política se miraba con desdén y todo cuanto a ella se refería”. También sabemos que esta situación cambió radicalmente después del terremoto cuando los recursos aumentaron y las posibilidades de aprovecharse de ellos aumentó. Remata el cronista diciendo que “…quién sabe si a eso se debía la vida apacible que en Cúcuta llevaban sus habitantes y la armonía dulce y sabrosa en que todos vivíamos, entonces comenzó a cultivarse la política y empezó también a cosecharse el odio destructor de todo bien”.
Otra costumbre que estuvo arraigada desde el comienzo de la Villa, fue la del juego. Cuentan los historiadores que el juego, generalizado por demás, en las poblaciones fronterizas del estado Táchira, se consideraba con un medio adecuado para alcanzar relaciones, por lo que era frecuente que personajes de todas las posiciones sociales se reunieran, incluso con tahúres de mala ley. En esa época se conocieron personas que derivaban su bienestar personal de los garitos, a los que llevaban al hijo de la familia o al jefe del hogar, además, no era raro que por esa nefanda costumbre se arruinaran, de la noche a la mañana personas poseedoras de un mediano capital. La raigambre de este vicio del juego clandestino fue tan profunda que difícilmente las autoridades pudieron controlarlo, en esos tiempos en que imperaban las normas clericales dictadas por las jerarquías religiosas que mantenían el férreo control de la moralidad pública y que las gentes le temían más a las excomuniones que a la cárcel. Era de todos conocido que en las fiestas patrias del 20 de julio, los alcaldes que eran los presidentes de las juntas directivas de las fiestas, hacían hasta lo imposible para controlar la invasión de estos juegos que a pesar de la prohibición siempre resultaban instalados en algún lugar escondido, pero de todos conocido.
Las riñas de gallo eran diversión dominical que se anunciaba con los sonidos de voladores y morteros y a las cuales asistían personas de todas las clases sociales. A este respecto, se cuenta una anécdota que estuvo en boca de los cucuteños durante mucho tiempo, toda vez que por lo ocurrido, tuvo que cerrarse por falta de concurrencia. Pasó que durante una de esas riñas en las que se habían trabado numerosas y considerables apuestas, uno de los gallos, ciego y quebrado por los golpes de su contendor, aguardaba solo recibir la puntada final que acabar su martirio, mientras tanto, los partidarios del gallo oponente le gritaban a su dueño “levante el gallo” y en medio de la algarabía retumbó la más dura de las blasfemias, “ese gallo no ganará ni que Dios lo quiera”; no terminaron de pronunciar semejante sacrilegio cuando el gallo vencido, en las contracciones de la agonía, clavó al vencedor que lo picoteaba sin compasión, sus espuelas dejándolo muerto instantáneamente. El alboroto y la desilusión de los participantes fueron mayúsculos. El programa culminó y aunque no se presentaron desmanes, la concurrencia desfiló silenciosa y aterrada sin entender lo sucedido y algunos, sobre todo los perdedores, culpando al diablo por su descalabro.
Los bailes populares se celebraban en recintos abiertos, al aire libre. Las festividades que revestían mayor pompa eran la celebración de la independencia, el 20 de julio, única fiesta civil, y las religiosas de San Juan y San Pedro. En esas fiestas no se bebían licores espirituosos, sólo algunas mezclas livianas en las que sobresalía la cerveza y la sangría, en la que se adicionaban frutas al vino tinto.
Las fiestas características de la ciudad eran las de San Juan y San Pedro, las que posteriormente fueron sustituidas por las que han traído las corrientes del progreso, perdiéndose la ciudad de tener su propia fisionomía, aquella caracterizada por sus habituales costumbres.
Las corridas de toros se han escenificado en la ciudad desde sus orígenes. Cúcuta fue siempre un pueblo taurófilo, herencia de sus ancestros hispanos. Una crónica al respecto escrita hace algún tiempo, da cuenta de esta afición, Cúcuta Taurófila es su título.
No había plaza como en las ciudades españolas sino que las primeras corridas se hacían en la plazuela del Libertador, hoy parque Nacional, pero solamente el día de la fiesta del 20 de julio, las demás corridas se verificaban en las calles. En alguna del centro de la ciudad, se colocaban los burladeros y se cerraban las bocacalles. Hay que recordar que en ese tiempo las calles eran amplias y destapadas, esto es, no tenían ningún tipo de recubrimiento, de manera que la ‘arena’ era natural. Los ‘mataores’ frecuentemente visitaban la ciudad, como siempre hemos dicho, de tránsito para las demás ciudades del país o de la vecina Venezuela.
Tal como hoy, no faltaban quienes calificaban de atraso esas corridas, sin embargo, los cucuteños las consideraban divertidas y las veían sin el carácter bárbaro que entrañaban. Así mismo sucedía con las peleas de gallos que se sucedían en los ‘coliseos’ de La Playa o El Llano o El Callejón, los populares barrios que a finales del siglo XIX se destacaban por programar semanalmente sus riñas de gallos y a los cuales asistían los galleros más reconocidos de la localidad y de los vecinos municipios y departamentos como Santander y del exterior, especialmente los tachirenses habituales contendores de los gallos locales.
A pesar de la calificación de bárbaros que nos daban por nuestra afición al juego de gallos y toros, en aquellas diversiones también aguijoneaban la destreza para alcanzar los aplausos y no sólo los aplausos contaban, también la actividad que se desarrollaba en torno a ellas, que como hoy, circundaban los toldos de alimentos, dulces y licores, donde la chicha era el principal y más demandado, pero también el más perseguido por las autoridades sanitarias y que se hizo más enérgico cuando los fabricantes de cerveza presionaron su eliminación definitiva.
Gerardo Raynaud D.
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