Durante muchos años previos a la mitad del siglo pasado, las autoridades locales le solicitaban al gobierno nacional la asignación de recursos para el desarrollo de obras que beneficiaran a los habitantes de esta capital. Recordemos que a raíz de la reconstrucción de la ciudad, después del infausto terremoto, buena parte de las edificaciones oficiales fueron financiados con recurso del presupuesto de la nación y por esta razón, eran de su propiedad y sobre los cuales, no se recibían recursos algunos.
Los entonces representantes nortesantandereanos a las Cámaras Legislativas, como llamaban a la sazón al órgano legislativo, emprendieron la difícil tarea de convencer al Gobierno Nacional de la necesidad de revertir a la ciudad las dependencias nacionales o de promover la construcción de nuevas obras, en los sectores apropiados y de acuerdo con las exigencias del medio.
En trabajo conjunto, los representantes Hernández Gutiérrez, Vásquez Hernández, Bautista y Andrés Chaustre B., este último secretario de la Cámara de Representantes en la época de esta crónica, presentaron a esa honorable corporación un proyecto de ley mediante el cual se aprobaba la cesión del edificio de la Aduana al municipio de Cúcuta y la consecuente construcción de un nuevo edificio con destino a la misma institución.
La comunicación fue enviada al alcalde de la ciudad a finales del mes de noviembre del año en mención, informándole además, que el proyecto seguiría su curso en el Senado, en donde se esperaba corriera la misma suerte.
Al recibo de esta notificación, los medios se extendieron en elogios con la clase política, especialmente la prensa escrita en donde pueden leerse comentarios como el siguiente: “Bien por los representantes nortesantandereanos allende las Cámaras Legislativas. Queda comprobado que no son infructuosos los esfuerzos que desde estas apartadas regiones se hacen para secundar la acción decidida de coterráneos, que antes de mirar hacia los procedencias políticas de toda idea sana y provechosa, se sitúan dentro de la cordura, la serenidad y el verdadero patriotismo, hasta alcanzar óptimos resultados en la practicabilidad adelantada de obras sustantivas para estas tierras de sus más caros afectos.”
Con la esperanza puesta en la aprobación siguiente, las proyecciones y las esperanzas no se hicieron esperar, de manera que fueron lanzándose al aire, cual voladores, celebrando las nuevas obras que deberían adelantarse, cada quien con sus intereses y necesidades sin reparar que éste era sólo el primer paso de una serie de procesos que a veces duraban años en materializarse; sin embargo, no resultaba descabellado hacerse ilusiones sobre lo que podría ser un futuro venturoso, lleno de novedosos proyectos que harían más grandiosa nuestra olvidada urbe.
Personajes de todas las clases y sectores iban exponiendo sus ideas e intereses, particularmente en los sitios preferidos para ello, cual eran los tertuliaderos, llamados entonces ‘cafés’, en donde se reunían, terminando la tarde, a la salida de sus habituales labores, funcionarios, profesionales y personas del común a degustar un tinto antes de regresar a sus hogares.
Quienes tenían acceso a la prensa, donde escribían sus columnas, se leían notas como la siguiente: “… vista pues, el resultado, volvamos a tratar del asunto relacionado con el aprovechamiento de estos edificios, como medida económica para la vida rentística del municipio, ya que no sería cuerdo recibirlos para entregarlos a un abandono lamentable.”
Otros eran más prácticos y objetivos. Planteaban proyectos específicos que resolvieran necesidades latentes como quien escribía esta nota: “… la ciudad necesita de un mercado auxiliar. No propiamente para centro detallista, sino para depósito al por mayor. Saben los lectores que el movimiento de carga por el concepto de frutos comunes, pasa de dos mil a dos mil quinientos bultos diarios, entre ellos, plátanos, arroz, maíz, panela, arveja, frijol, etc., y que los sitios del Mercado Cubierto dedicados a esta clase de depósitos es insuficiente, circunstancia que hace imposible el mejoramiento de las entradas del edificio por lo correspondiente al impuesto de ventas al por menor y aún del mismo depósito al por mayor, viendo en muchos casos que los comerciantes se ven obligados a pagar depósito de estos artículos, como por ejemplo la panela, en propiedades particulares.”
Qué interesante saber la visión que se tenía años antes que se materializara la construcción de la Central de Abastos de la ciudad, incluso antes del incendio que arrasó con el Mercado Cubierto, dejando a la ciudad sin un centro de acopio de alimentos por varios años.
La propuesta incluía además, el traslado de las oficinas de la alcaldía a las del edificio cedido, el de la aduana, con los cual el municipio se ahorraría el pago de los arriendos que sumaban $3.600 anuales. En este punto quiero recordar que la alcaldía no tenía aún su edificio propio, pues el Palacio Municipal fue construido a comienzos de la década de los años cincuenta.
En el caso del mercado auxiliar, la propuesta indicaba que el municipio obtendría ingresos no menores a los cien pesos diarios, si se tiene en cuenta que allí se podrían depositar más de mil bultos diariamente, tomando este cálculo por lo bajo, pues en este caso, decía el columnista, “no solamente serviría de depósito para los artículos que llegan al mercado, sino también de otra naturaleza como el café y otros. Sin ir muy lejos, en materia de optimismo, es seguro que el tesoro del Distrito se puede una entrada de tres a cinco mil pesos mensuales, sin que se vayan a asombrar los lectores.”
No menos interesante el remate de esta nota: “a todo lo anterior debe agregarse el hecho de que si la riqueza del municipio sufre un avance considerable, pues aparte de que sus entradas se elevan a una partida cuya efectividad es innegable si se sabe acondicionar el usufructo de la cosa adquirida, ésta le representará mañana, además, el triple de lo que pueda valer en la actualidad. Deseamos pues, que el espíritu progresista de los señores encargados de hacerle frente a esta nueva propiedad municipal gocen del sentido práctico que requiere la cuestión como lo mandan las necesidades económicas del momento.”
Leídos estos comentarios, setenta y cinco años después, no debe quedarnos dudas acerca del reconocimiento que se tenía de la honorabilidad manifiesta de los funcionarios de la época.
Gerardo Raynaud D.
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