A inicio de año puse en conocimiento de una de las directivas de la Universidad Nacional (UNAL) el abuso sexual y psicológico que sufrí por parte de un docente del departamento de sociología que se relaciona de manera cercana con mi escuela de posgrado, fue una llamada telefónica larga que sentí como un espacio violento y de revictimización. Recuerdo que me dijo que lo que yo estaba buscando por medio de un escrache, que se conociera la verdad de quién es ese docente y cómo se aprovechó de mi depresión clínica para abusarme durante varios años, era punitivista; para esta directiva la mejor manera de abordar la situación era activar el protocolo institucional de atención a víctimas de violencia de género y dejar que la universidad actuara internamente.
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El escrache es una práctica de denuncia pública donde las víctimas del delito de la violencia de género (aunque no se restringe únicamente a este) damos a conocer, en redes sociales, por medio de comunicados públicos, en medios de comunicación, entre otros, los hechos victimizantes que sufrimos por parte de agresores. La Corte Constitucional se ha pronunciado en múltiples ocasiones sobre este resaltando no solo el derecho a la libertad de expresión, también que dicha práctica cuenta con una protección especial pues, como señala el comunicado de prensa de la sentencia T-356/21, actúa como “mecanismo de protección y de apoyo a mujeres víctimas de violencia ante la inacción de las autoridades competentes para la protección efectiva de su derecho a una vida libre de violencia”.
El escrache actúa como una práctica feminista pues, ante la inacción de las autoridades para investigar las violencias contra las mujeres, judicializar a los agresores, además de reparar a las víctimas y prevenir su reocurrencia, nosotras recurrimos a denunciarlo en lo público para que, al menos, se conozca la verdad de los hechos. Cabe resaltar que esta inacción institucional toma la forma de complicidad con el delito, razón por la que muchas de nosotras no confiamos en los entes de justicia y protección. Ocurre de igual manera al interior de las universidades con sus protocolos de atención y acompañamiento a víctimas de violencia de género (cuando existen), por ejemplo la abogada Mónica Godoy Ferro tuiteó hace unos días que, luego de dos años de publicado el informe de Las que Luchan sobre violencias sexuales al interior del programa de antropología de la UNAL, los docentes señalados siguen dando clases y las investigaciones disciplinarias no avanzan. En realidad, la gran mayoría de procesos que ha tenido la UNAL por violencias de género no han sido concluyentes, la mayoría de víctimas quedan desgastadas mientras que los agresores (muchos de ellos docentes) son protegidos.
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Por eso mismo no deja de sorprenderme que la directiva de la universidad con la que hablé, y que se considera feminista, haya hecho ese juicio tan problemático y simplista, además de acusar mi intención de difundir lo ocurrido y el nombre del docente como una forma de castigo contra él que no permite reparación alguna. Esto, lastimosamente, ya lo hemos escuchado antes: a las mujeres que recurrimos a esta práctica nos acusan de difamadoras, de punitivistas, de revanchistas, de no saber qué es lo mejor para nosotras, de tomar la justicia por mano propia y mancharla con nuestro rencor. Es por situaciones como estas que nos preguntamos qué le importa más a la UNAL, ¿nuestro silencio para proteger a sus docentes, o la construcción de academias libres de violencias? El primero es fácil de lograr, se traslada la culpa a nosotras si exigimos justicia, se presiona para mantenernos en silencio y, en el mejor de los casos, se abren procesos institucionales que no tienen las víctimas como centro. El segundo es incómodo porque, además, exige reconocer la complicidad institucional con la violencia. La segunda opción es la que nosotras escogemos.
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