Una gran mancha que oscurece y arruga un poco más su piel trigueña en la parte superior del muslo izquierdo, es el recuerdo de la tortura a la cual fue sometida Marcela Ortíz* cuando apenas tenía 17 años.
Vivía en el barrio Aeropuerto de Cúcuta. Las estrictas normas del hogar no le permitían salir con amigos. Sin embargo, ella también obedecía las reglas impuestas a la fuerza por los paramilitares que llegaron en el 2004 a ‘comandar’ la zona, ‘decretando’ toques de queda e imponiendo “leyes absurdas” como prohibirles a las mujeres el uso de blusas ombligueras. Y la que no les hicera caso era sometida a bárbaros castigos como rayarle el estómago con un cepillo de alambre.
Ella le contó a La Opinión que sus padres eran pequeños empresarios a quienes los paramilitares les y cobraban la ‘vacuna’ mensual. De hecho, había ocasiones en las que los citaban hasta el corregimiento de Juan Frío, y duraban sin celular todo el día.
“Una noche me mandaron a comprar lo de la comida. Al salir, llegó una camioneta. Me raptaron, me subieron, me amordazaron de pies y manos... No lo supe sino hasta ese momento, pero el comandante que direccionaba el barrio estaba cautivado conmigo”, relata Marcela con desprecio.
Aunque fue hace 13 años, para ella hablar del momento, es volver a vivirlo. Por un momento le puso la pausa a su relato, mientras sus ojos se empañaban para sacar fuerzas y continuar con la peor parte de la historia.
“Me llevaron a una casa. Estaban el comandante El Paisa y tres hombres más, creo que eran sus guardias. Ahí, El Paisa se me acercó y me quitó el trapo que tenía en la boca y me dijo: o es mía a las buenas o lo es a las malas. Por las buenas tendrá el cielo, por las malas, el infierno”, recuerda sobre lo sucedido.
Marcela dice que ante el pánico solo atinó a gritarle “pues le tocó a las malas, porque a las buenas conmigo no consigue nada”. Con esa frase, firmó su sentencia.
El Paisa les ordenó a sus hombres salir de la habitación. “Así me gustan los toros, con bríos”, le susurró al oído de la chica. “Cuando sentí que me agarró, yo me defendí como pude, aruñé, mordí, pateé. Eso fue un problema para él y volvió a llamar a sus hombres”.
Mientras ellos la retenían, el comandante -un hombre que la doblaba en edad- la violó. Cuando terminó el acto, les dice a sus subalternos: “háganle. También tienen derecho, así que aprovechen”.
Las mujeres en el conflicto armado han sido utilizadas como trofeos, como venganza o simples instrumentos sexuales. Marcela encaja en la última categoría y su terrible experiencia la hizo una víctima de las 96.285 que al día de hoy están reconocidas en Cúcuta.
“No solo hablamos de acceso carnal violento. También hay violencia sexual sicológica, manoseo, las malas palabras, una amenaza de esta índole también tiene violencia implícita”, resalta Luis Fernando Niño, secretario de Víctimas, Paz y Posconflicto de Norte de Santander.
Hay más de 8 millones de víctimas en Colombia de las cuales casi el 3% las pone el departamento. El delito sexual registra 869 casos en el territorio nortesantandereano, que afectó en el 92 % a las mujeres.
Sin embargo, los hombres también forman parte del registro, con 66 casos. Pero se presume que son más, debido al silencio que impera en el género ante estos hechos victimizantes.
Se espera que la cifra de víctimas ascienda a 500.000 personas con la desmovilización de las Farc y la Ley de Justicia y Paz, pues algunas no ha declarado por miedo y hay otras localizadas en sitios donde el Estado no ha podido llegar.
Las secuelas
Como si no hubiera sido suficiente, Marcela fue violada por cuatro hombres y quemada con soda caustica en su muslo, por no haberse dejado violentar “por las buenas”. Esa es la marca que el conflicto le dejó a flor de piel.
Fue devuelta a su casa esa misma noche, luego de que el que estaba por encima de El Paisa -no recuerda su nombre ni cómo era- la llevara envuelta en una cobija, en la misma camioneta en que la raptaron. Y aunque la herida en la pierna se ha ido curando con el tiempo, las que lleva en el alma no han podido cicatrizar tan rápido.
“Mi familia decidió ocultar las cosas. Me enviaron a Bogotá. Intenté rehacer mi vida con un hombre pero terminé siendo víctima de violencia intrafamiliar y me separé”. Cuenta que la autoestima y la dignidad es lo que más se afecta en estos casos.
Después de ser violentada, una víctima puede sufrir insomnio, tener pesadillas y padecer esquizofrenia. El secretario de Víctimas asegura que muchas terminan el alcoholismo, la drogadicción, la violencia física o la pérdida de estabilidad familiar. Así hayan recibido apoyo, las mujeres continúan con temor.
Luego de separarse, y tratar de rehacer su vida en Chitagá -de dónde salió desplazada por la guerrilla- Marcela volvió a Cúcuta, al asentamiento humano La Conquista. Su experiencia la validó como una lideresa. Pero la guerra la alejó de su familia y de sus hijos que quedaron al cuidado de otros familiares, por protección.
Reencuentro con el victimario
En la reparación, el encuentro entre víctimas y victimarios es necesario para perdonar, poder sanar y seguir adelante.
En el caso de Marcela, sí se reencontró con su violador, pero no en un escenario de reconciliación. Fue en la calle, en pleno centro de Cúcuta el año pasado. El Paisa iba muy campante y al verla, descaradamente le dijo: “sigue igual de hermosa como el primer día”. Las palabras de ‘el animal’ la helaron y no tuvo más remedio que salir corriendo.
Ella dice que no lo ha perdonado. “Para hacer eso debo sentarme con él y preguntarle por qué lo hizo. Sé que el perdón es necesario pero también lo es reconstruir el tejido”.
Marcela, que ahora defiende los derechos de las víctimas, asiente que “la reparación no se limita a lo económico sino a proyectos de reconstrucción de tejido social para salir y enfrentar el miedo”.
*Nombre cambiado a solicitud de la persona.
Los menores, principales víctimas
“Pues la verdad, yo escuché una vez que llevaron a una prostituta y se la comieron como veinte manes, después de habérsela comido, la mataron y la desaparecieron. (…) La muchacha se llamaba Paola o algo así, era una prostituta. Se dice que después que la violaron la mataron”.
Ese es tan solo uno de los 227 relatos recopilados en el informe emitido por el Centro de Memoria Histórica el pasado mes de noviembre, el cual reveló que más de 15.000 colombianos sufrieron abuso sexual durante el conflicto armado en el país, de los cuales, 53% eran menores de edad.
Según el informe, un 32,2 % de responsabilidad de estos abusos recae sobre los paramilitares, un 31,5 % en las guerrillas, y en un 26,5 %, el perpetrador no ha sido identificado. El Observatorio de Memoria y Conflicto ubica a Norte de Santander en el 9 puesto, con 592 casos de violencia sexual.