El mensaje con el que intentó ganar votos para llegar al Concejo de El Tarra habría de significarle a Jhon Beltrán Linares el destierro de este municipio en pleno corazón del Catatumbo.
Tal vez su inocencia y ganas de servir a la gente del campo, con la que se sentía identificado por ser también descendiente de campesinos, lo llevaron a dar pasos en falso en un municipio en el que hablar de más puede costar la vida.
Años atrás, Beltrán había sufrido ya en carne propia en dos oportunidades el impacto del desplazamiento forzado: la primera vez, a la edad de 17 años, cuando las guerrillas de las Farc lo obligaron a abandonar la parcela en la que vivía con sus padres en Puerto Gaitán, Meta, en el año 2000; y la segunda, hace cinco años, cuando el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro lo expulsó de ese país junto a otros 22.000 colombianos que se encontraban viviendo allá con sus familias.
Este último destierro, que causó indignación en el mundo entero, dado que significó también el inicio de la peor crisis migratoria que se conozca en la historia del continente americano, y que obligó a 1,8 millones de venezolanos a abandonar su patria, representó para Beltrán una oportunidad de oro para enderezar el rumbo de su vida y la de su familia.
Recuerda que en agosto de 2015 abandonó Venezuela y cruzó el río Táchira con siete hijos (el mayor tenía 9 años) y su esposa, la también cucuteña Liliana Sepúlveda.
Pese a ser cucuteños, a Beltrán y su esposa les tocó pasar dos meses en una carpa de los más de 20 albergues que se habilitaron para brindar ayuda a los cientos de colombianos retornados y venezolanos que huían de su propio país.
Tenía una ventaja a su favor y era que durante los 14 años que permaneció en Venezuela aprendió el arte de la culinaria. Se especializó en comidas rápidas, preparaba chorizos, arepas, fritanga, morcillas, etc., con lo que se ganaba la vida en los pueblos del estado Táchira.
Una mañana de octubre de aquel 2015, pensando en qué hacer para recomenzar de nuevo y organizarse con su familia, Beltrán recibió una señal que le indicaba que su destino estaba en El Tarra. Un amigo que había hecho en el albergue donde se encontraba fue el encargado de trazarle el camino y la ruta: aproveche el auxilio del transporte que van a dar y vaya a El Tarra, es un pueblo tranquilo, de campesinos agricultores, y estoy seguro que allá le va a ir bien.
Sin prensarlo dos veces, Beltrán , su esposa y sus seis hijos abordaron la flota que los llevó hasta este municipio enclavado en pleno corazón del Catatumbo.
Sin sospecharlo, Beltrán había ido a parar al propio nido de la guerra en Norte de Santander, donde hacen presencia grupos guerrilleros como el Eln y el Epl, bandas criminales como Los Rastrojos y Los Urabeños, todos en una disputa por el territorio y por las más de 28.000 hectáreas de cultivos de coca esparcidas en los municipios de Tibú, Sardinata, Teorama, San Calixto, Hacarí y, por supuesto, El Tarra, como los más afectados por este flagelo.
A su arribo a este municipio, Beltrán se radicó en el barrio Villa Johan, donde puso manos a la obra de todo lo aprendido en materia de culinaria en Venezuela.
Rápidamente Beltrán se dio a conocer como experto en comidas rápidas y en cuestión de semanas escaló en el negocio. “Lo mío es la cocina, pues fue la única herencia que me dejó mi papá”, dice.
Llegó a tener 14 puestos de comidas rápidas en las calles de El Tarra. En el pueblo lo llamaban el ‘señor Beltrán’.
A la par con el negocio, también su familia empezó a crecer. En los cinco años que vivió en el Tarra el número de hijos se incrementó de siete a 11, todos con la misma esposa.
Cuando creyó que había ganado el suficiente estatus en el pueblo, empezó su declive en el negocio. La guerrilla del Eln emitió la orden de recoger todas las ventas de comidas rápidas de las calles del municipio. “Ninguna se podía abrir” dijo Beltrán.
Pasó los días siguientes a esa orden meditando con su esposa a qué de dedicarían para sostener la familia, ahora ya con 11 hijos.
Fue entonces cuando apareció en escena Yohan Vargas, candidato conservador a la alcaldía de El Tarra. Era julio de 2019 y estaba en marcha la campaña política para el periodo 2020-2023.
“Como supo que yo era bastante querido y reconocido en el pueblo, por aquello del negocio de las comidas rápidas, me ofreció que encabezara una lista al Concejo por el partido conservador, que me iba a dar un millón de pesos por mes hasta el día de las elecciones, a lo que yo le dije que sí’”
“Del ahogado, el sombrero. No podía vender comida pero sí podía hacer política, y además le pagaban, eso le dijo a su esposa cuando regresó a casa: Mi amor, vamos a hacer política porque voy a ser concejal”.
Beltrán pasó dos días pensando la estrategia para presentarse ante sus potenciales electores y conquistar los votos que necesitaba para alcanzar una curul en el Concejo y, de paso, ayudar a ganar la alcaldía a Vargas.
Su herencia campesina salió a flote. Era trabajando el campo, como se hacía en la finca donde se levantó con sus padres, con siembras de cacao, café, maíz, yuca, plátano y frutas lo que les iba a transmitir a sus electores dispersos en las veredas de El Tarra.
Era de los pocos candidatos al Concejo que se daba el lujo de recorrer las veredas de El Tarra sin temor a ser rechazado. Sin embargo, el mensaje que dejaba en sus correrías llamó poderosamente la atención de la guerrilla del Eln.
Beltrán invitaba a los campesinos a cambiar de estrategia para ganar su sustento en el campo: no podemos seguir viviendo de la coca solamente, antiguamente no existía eso y se vivía mejor con cultivos de pan coger, les inculcaba a sus electores.
Ese fue su pecado, admite Beltrán, haberse atrevido a inculcar un nuevo estilo de vida económica en el pueblo donde vivía con su familia.
Veinte días antes de las elecciones, tres hombres que dijeron pertenecer al Eln se acercaron a su casa hacia las seis de la tarde y le dejaron un mensaje claro y contundente: “usted ha llevado una vida crediticia muy buena en El Tarra, pero lamentablemente es mejor que coja sus chiritos y se vaya de acá esta misma noche”.
Beltrán, su esposa y 11 hijos salieron de El Tarra ese mismo día a la medianoche. A las tres de la mañana estaban en Cúcuta, una ciudad en la que no tenían a nadie ni a dónde ir.
Relata que un señor del barrio Nidia, a donde llegó buscando ayuda para albergar a su familia, le tendió la mano. La Policía también le entregó varias ayudas y cuando acudió a la Unidad de Víctimas para denunciar su nuevo desplazamiento, solo le ayudaron con 1’400.000 pesos.
Beltrán confiesa que para darles de comer a sus 11 hijos debe cumplir extenuantes jornadas reciclando en las calles. “Salgo a la medianoche y a las 9 llego a la casa con el desayuno, vuelvo a salir a las 10 y a las tres de la tarde llego con lo del almuerzo y de esa hora a las 7 de la noche debo salir a buscar lo de la cena, solo duermo dos horas”.
Por estos días está buscando a dónde ir porque le están pidiendo la casa de Nidia a donde llegó cuando fue desplazado de El Tarra.
Sus días transcurren en constante desplazamiento. No así, Beltrán no se rinde. Ahora, durante la pandemia de coronavirus, la mayoría de sus hijos debe recibir sus clases de manera virtual, pero no tiene computador, solo un teléfono celular que se compró con la ayuda que le dieron en la Unidad de Víctimas, el cual deben rotárselo sus hijos para las tareas y para recibir clases, dice.
Dice que no nació para pedir limosna, solo grita para que el Gobierno le tienda la mano para una vivienda digna para sus 11 hijos, y para un empleo en qué ganarse su sustento. Yo fui soldado raso y profesional, conductor, además de experto en comidas rápidas, pero nadie aquí en Cúcuta me ha reconocido eso, cuenta Beltrán durante uno de sus recorridos en busca de reciclaje para llevar de comer a sus hijos.