La desunión de los líderes comunales está consumando rápidamente el Festival de la Vida que La Gabarra creó hace diez años para demostrar que es una tierra de paz.
Falta de apoyo gubernamental, desinterés general, las elecciones pasadas y la interferencia de agentes externos que quisieron hacerle competencia, son las principales causas de que el festival haya entrado en agonía, desde hace dos años.
Pero aun así, distanciados, algunos con la mirada al piso y otros a las montañas que rodean el caserío, coinciden en algo: el festival va porque va, pues es su manera de resarcir el dolor causado hace más de una década por los paramilitares que todavía hoy merodean la zona, vestidos de civil, quién sabe por qué.
El décimo aniversario del festival, que debió ser el más vigoroso, con presencia masiva del gobierno departamental, apoyo económico y premios para los participantes, se quedó corto.
Si bien hubo exposiciones de la Secretaría de Víctimas del departamento, y el Centro Nacional de Memoria Histórica se unió al evento, y empantanada por culpa de la cruel carretera llegó la bibliorueda de la secretaría de Cultura, y la Mapp-Oea colaboró con la logística, y la Diócesis de Tibú hizo la tradicional eucaristía, y se cumplió con la marcha de los faroles que silenció el estruendo en los billares ubicados frente a la iglesia –a una cancha de fútbol de distancia– y detuvo los sorbos de cerveza; pese a todo, quedaron espacios semivacíos y una mueca de resignación.
Desde marzo estaban trabajando con la iglesia y otros líderes de la comunidad, pero como parte de la fe en el festival se perdió, no se pudieron reunir con el gobernador Édgar Díaz y aun cuando hicieron el esfuerzo, la suerte no los acompañó para hablar directamente con el mandatario.
“No fue lo mismo conversar con delegados”, cuenta Efraín Marín, uno de los organizadores, bastante decepcionado.
La alcaldía de Tibú no se vinculó, aunque en años anteriores sí lo había hecho, y tampoco las tres escuelas de la zona, pero incluso con ese aislamiento forzado la meta fue continuar y hasta recordar la época de gloria del festival, que en sus inicios se hizo ‘con las uñas’.
“Los primeros fueron los mejores…”, reconoce un presidente de junta, José Luis Castro, mientras Marín y Óscar Rico, representante de víctimas, se disputan la primicia de acertar en cuál fue el último festival para destacar.
Tras una minúscula discusión concluyen que “hasta el octavo fue bueno” y convienen que los tres primeros son memorables porque la iglesia participaba y toda la comunidad creía en el encuentro.
“A los sacerdotes la gente los sigue casi sin dudar, y las monjas también le dieron mucha publicidad a la idea”, dijeron.
“La gente venía de un conflicto armado que terminó, y cualquier cosa que se hacía era bonita...”, recuerda Efraín, a la vez que destaca que el eje siempre fue y será que renazca la cultura, que los jóvenes talentosos muestren sus habilidades para la música o las artes, “y hasta se ganen una beca”.
Sin embargo, después del octavo festival se le dio un vuelco al mismo; se volvió un carnaval. En algún momento a alguien se le ocurrió que para obtener más recursos no sería mala idea vender cerveza, llevar algún artista reconocido, y todo el trabajo simbólico, sentimental, se esfumó.
“Sin eso, para la gente, el festival perdió el atractivo”, reconoce Óscar. “Nos ha faltado trabajar el tejido social para integrar a la comunidad y que nada sea motivo para perder el objetivo: que queremos vivir en paz”.
Hay opciones, pero falta ayuda
Si no es con becas, al menos que haya una Casa de la cultura, “porque es la única manera de mostrar otro camino”, afirma Efraín. “Llevamos más de un año pidiendo esa casa, porque hay muchachos con capacidades y, aunque es un tema trillado, estaríamos sacando a la gente de la guerra, sin necesidad de pelear con nadie”.
La prueba estuvo en la bibliorueda, donde los pequeños se distrajeron y se interesaron en algo diferente.
“Es que acá uno los ve que hacen maldades, y les pregunta que por qué botan piedras, que por qué rompen esto, o lo otro, y contestan que es porque no encuentran distracción…”, dice José Luis, encogiendo los hombros mientras sus demás compañeros asienten al unísono.
Por eso Efraín anhela que, cuando se culminen las obras del megacolegio que construye la Gobernación, se aprovechen las tres sedes de las escuelas porque al quedar desocupadas habría tres escenarios posibles para salvar las vidas de los niños cuya única opción es ir a raspar coca, voluntariamente, “¡porque no hay más que hacer!”.
De paso, sería la alternativa para socorrer el mismo festival, si de allí salen los protagonistas para cada programación.
La otra opción es el deporte, y por eso también piden un espacio para que los muchachos practiquen con sus bicicletas y patines. “Ahorita no hay sino fútbol...”, y fruncen los labios.
Mientras, ellos, los adultos, aunque no habían reflexionado sobre hasta dónde permitirán que sus diferencias les ganen, parecen estar dispuestos a ceder por el bien del pueblo, de sus familias, y de la paz que, afirman, todavía tienen.
“Un pueblo con dignidad y voluntad, construye una mejor sociedad”, termina diciendo Óscar. Por eso, con un suspiro y algo de alivio, nuevamente afirman todos con la cabeza, sin decir nada muestran una ligera sonrisita al oír que el refugio contra la violencia y el olvido es seguir adelante, “juntos por La Gabarra...”