Una mujer llora desconsolada porque le falta el agua para que beban sus siete hijos, y ella misma, en la vereda Cerro Madera Campo Hermoso.
El llanto de Roquelina Villamizar, las quejas de Albeiro Cardozo –presidente de junta de la zona- por la acaparadora palma de aceite, y las peticiones de varios campesinos tibuyanos cuyas únicas aguas conocidas en tiempo de sequía escurren por las mejillas de sus mujeres, llevaron a la Diócesis católica de Tibú a rincones y orillas de las carreteras llevando más que los monocultivos y aridez que allí saturan las tierras.
Desde hace más de tres años, fray Juan David Montes lidera una línea de trabajo enfocada al desarrollo rural, cuyos resultados son varios proyectos productivos que dan sostenimiento a 50 familias que habitan en algunas zonas, como los corregimientos de Campo Dos y Pacelli y la vereda Bertrania, entre otras.
En Pacelli se apoyan asociaciones de ganaderos y cacaoteros, con una pequeña tienda, para que las mujeres cabeza de familia vendan los productos, entre los que se destacan la yuca, el plátano, y la papaya.
En Campo Dos se creó una ingeniosa forma de cultivar; distinta, al menos para estos campesinos que antes solo sembraban ajustándose a las caprichosas formas de la tierra.
Allí, hay huertos circulares, pequeños espirales en los que reverdecen, y como si de semáforos vegetales se tratase, se ven deslumbrantes pimentones amarillos, verdes y rojos.
También, tersas lechugas aún pálidas por ser recién nacidas; plantas aromáticas, medicinales, sábila, y cilantro cimarrón de hojas anchas y resistentes a las miles de hormigas que van una tras otra formando negros hilos que rodean los arbustos.
Blanca Aura Luna, que vive en el kilómetro 12 es una de las orgullosas dueñas del huerto. Permite la entrada de los visitantes que, desde afuera ven polisombra atada a unos palos, como en cualquier otro huerto.
Pero al entrar, se descubre un mundo inusual que ella cuida con fervor, porque hace tres años fue su regalo de cumpleaños.
“Fue lo mejor que me pudieron dar”, dice sonriente, empoderada de todo lo que tiene, que es ese huerto. “Lo hicieron los más grandes de la casa: mis nietos”.
Cruz Delina Gélvez, vecina a pocos kilómetros de Blanca, también tiene su tesoro, y aunque no es un baúl sí conserva pepitas que valen tanto como el oro.
“Soy guardiana de semillas”, cuenta la pequeña mujer junto a un estante que le regalaron, y varias hileras de frascos marcados con una cinta que describe su interior.
En total tiene 34 clases de semillas de todas las clases: borojó, algodón, melocotón, ahuyama, melón, patilla, papaya, anón, ajonjolí, lulo, espinaca, paico, níspero, pimentón, acacio, higuerilla, ají, calabaza, peñón, entre otros.
Por su casa se pasean las gallinas ponedoras, que sacan huevos criollos a $400, y los pollos de engorde que se venden a $25.000.
Ella, al igual que Brígida García, productora de vino hecho con flor de Jamaica, reconoce que participar en el proyecto con la Diócesis cambió no solo su forma de trabajar el campo sino hasta su familia.
Brígida cuenta que antes su marido no participaba mucho en la iniciativa, pero al darse cuenta de los beneficios se involucró en la siembra, el cuidado de los cultivos, y hoy su relación de pareja y con sus hijos es mejor.
Además, lograron abandonar una de las prácticas más riesgosas para el entorno: la quema.
“Antes cometíamos la brutalidad de quemar”, afirma. “Pero ya aprendimos…”.
Es que enseñar, acompañar a las comunidades y no desfallecer son parte del éxito del proyecto; la otra, la da el compromiso de los campesinos.
“Todo el núcleo familiar es el beneficiario no solo por las labores que se hacen, sino porque los productos quedan para su consumo y la venta”, dice fray Juan David. “Teníamos una capacidad para 100 familias pero varios solo buscaron obtener dinero rápido, y prefirieron la palma y, cuando regrese, su lugar lo ocupará el caucho…”
Sobre la venta, quienes hacen parte del proyecto coinciden, orgullosos, en haber alcanzado el mayor logro para la comercialización de sus productos, con el mercado campesino.
Lo hacen el fin de semana en la plaza de Tibú, en un local que es exclusivo para ellos y al que le falta luz, no solo para iluminar sino para que funcione el tanque que almacenaría las carnes, pero hoy es un lujo temporalmente desaprovechado.
Sin embargo, no es motivo de vergüenza porque dicen que todo lo obtuvieron trabajando y resaltan que hoy sí venden, a precios justos y no como antes cuando debían hacerlo al precio que los revendedores quisieran, o al que la competencia venezolana trajera regalado.
Aún tienen inconvenientes con ello pues, por ejemplo, el plátano criollo, “el sabroso”, que se vende a mil pesos debe lidiar con el desafío de una invasión de racimos frente a la entrada de la plaza con centenares de sus semejantes ‘venecos’ que se ofrece hasta por $500.
“Tenemos que apropiarnos de lo nuestro porque quedamos dispares si recibimos todo lo que viene de fuera”, afirma Montes. “Pensar en que antes ellos tenían que llevar todo de Cúcuta para sostener a sus familias, pero hoy buscamos que produzcan por sí mismos, recuperen el campo y lo sientan nuevamente”.
Por eso también mezclan la productividad con la fe y siembran agua, el origen de la vida en el territorio y la causante de sus penurias.
Toman un totumo, lo recortan, lo llenan de agua bendita, buscan un lugar en el que reviente, le siembran un árbol maderable u otro que atraiga agua y, ¡milagro!, con el tiempo nace agua, bendita agua, que ya no tienen que cargar en burros por las fluctuantes y accidentadas trochas que tienen por carreteras.
“El agua envuelve la humanidad y es lo que debe mover nuestro sentido de pertenencia porque de ella, de la tierra y de las siembras se construye el territorio y todo lo que somos”, dice, sin posibilidad de refutar, fray Juan David mientras sus campesinos asienten y comprueban que en Tibú el agua, la tierra y la siembra son la salida a sus problemas y la única posibilidad de tener un pueblo en paz.