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Una oración por el líder de La Gabarra secuestrado hace un mes
 Un acto religioso sirvió para conmemorar sus días de ausencia y reflexionar sobre el inmenso daño que la violencia hace al Catatumbo.
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Helena Sánchez
Sábado, 27 de Febrero de 2016

El señor no está con nosotros. Hoy no, y de hecho desde hace un mes no lo está. Henry Pérez, líder campesino y comunal de La Gabarra, que desapareció sin dejar rastro, es ese señor que salió de una finca en la vereda Trocha Ganadera, de este corregimiento, y no regresó al reencuentro con sus hijos Yirly y Wesley Páez, y su esposa Elibeth Murcia.

Elibeth lo añora. Es obvio si, como cuenta, es un buen padre, un buen esposo, “nunca llegó borracho a la casa y siempre fue el mejor ejemplo”, aunque en sus días de múltiples ocupaciones por andar “metido en sus proyectos” le dejaba servido el almuerzo para irse a alguna reunión.

Lo llora una y otra vez, desde el 26 de enero, en un tiempo que, dice, ha sido durísimo. Ni siquiera puede articular una palabra con otra cuando piensa en el vacío que deja su esposo, y solo pide orar, orar mucho hasta que él vuelva.

El viernes oró en la catedral de Cúcuta, rodeada de creyentes y funcionarios de la Defensoría del Pueblo, la Mapp-Oea, la Gobernación, víctimas de desaparición forzada, una gran pancarta que decía: los desaparecidos nos faltan a todos, un obispo que no se resigna a presenciar impávido el dolor y la muerte, y al lado, todo el tiempo, su hija.

Un pañuelo y un afiche con la foto de Henry eran su única posesión. Cada rato lo desdoblaba temblorosa, lo miraba, lo volvía a enrollar, ponía el puño cerrado de su mano derecha sobre sus labios, y seguía llorando, inconsolable.

Mientras un eco decía: “yo confieso…” ellas callaron y abrazadas escuchaban “…por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, compartiendo el mismo pañuelo.

Señor, ten piedad

Monseñor Ómar Sánchez, obispo de Tibú, se levanta y habla.

“Es impresionante cómo nos hemos hecho daño unos a otros; cómo unos hermanos se van contra otros”. Elibeth escucha, más tranquila y asiente con cada palabra.

“En el Catatumbo muchos advierten el daño que se hace, advierten el mal, pero dejamos que le hagan daño al otro porque no tomamos posiciones éticas”, dice. “Seguimos en el círculo de otros intereses”.

Por eso pide que quienes tengan a Henry demuestren un detalle de humanidad y lo devuelvan, mientras afirma que “el ser humano tiene unas salidas desfiguradas y primarias”.

Al salir de la misa, ratifica cada frase. Dice que ve una inmensa indolencia, no solo entre los grupos armados sino en una sociedad en la cual, si el otro se interpone, se convierte en un obstáculo para agredir, eliminar o volver utilizable.

“Descomponer el código de fraternidad es no sentirnos seguros con nadie, desde la casa, y si no hay sensibilidad por el ser humano, la sociedad de Norte de Santander no sale…”, afirma. “Nos pueden mandar todo el dinero que quieran, las estrategias para generar desarrollo, pero al perder la capacidad de ser responsables del otro, hay un desafío muy grande”.

Para él, utilizar al otro, para ostentar un poder, demostrar la contundencia que se tiene, demostrar que se está en pie y no se es inferior, “es terrible”.

“Sé que en ningún escenario de la guerra, la persona está presente; siempre hay que quitarla del medio, porque la guerra es búsqueda de metas, avanzar, dar signos de poder y resistencia. Uno no puede esperar que haya nobleza en la guerra, pero el mínimo se debe dar”.

Parte del mínimo se daría también con la esperanza, pero considera que el pueblo del Catatumbo la perdió y hoy es solo una sociedad resignada.

“Una de las cosas que me sorprende del Catatumbo es cómo la gente mira a los muertos, los contabiliza, los mira, se pasa horas mirándolos fijamente pero no hace la reflexión de que eso debe dejar de pasar. Es como un fetiche que va dando una capacidad de resignación muy elaborada”, cuenta con una mueca, casi de espanto.

Por ellos pide cada día, como pidió a sus captores que no maltraten a Henry, como si él no perteneciera a la comunidad.

Lo que quedó pendiente

Wesley Páez es el hijo de Henry. Con su pérdida no solo quedaron dudas, sino promesas pendientes.

“Él se graduaba este semestre y Henry le tenía una sorpresa. No me había contado a mí, sino a mi hermana, el sinvergüenza”, relata Elibeth. “Pero yo sé que él vuelve para cumplir”.

Sin embargo, con la desaparición del padre, para el hijo no será tan fácil convertirse en ingeniero civil de la universidad Francisco de Paula Santander, pues justo el trágico día debía matricularse, y en medio de la prisa y la angustia, no alcanzó a pagar la matrícula.

Finalmente lo logró, aunque el pago extemporáneo les costó una diferencia de más de 60 mil pesos y el no poder conseguir inscribir materias pues los códigos están deshabilitados; así que, aunque está activo en la universidad, sigue sin poder estudiar.

Dice que ya pidió ayuda, envió cartas a la institución, y hasta quiere hablar con alguien de la Gobernación para que lo apoyen, porque además de estudiar en el día, trabaja en las tardes para hacer más por su familia y por sí mismo.

Lo mismo quiere Elibeth. Eso, y que retorne Henry, como es la rogativa de todos los líderes de la zona que, vale decir, hoy dudan de seguir representando al pueblo y dándole voz si el costo es tan desconocido como el paradero de Pérez.

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