Víctimas de la guerra hay muchas; varias insatisfechas por la demora de un proceso de indemnización y reparación.
Sin embargo, así como hay historias que parecen no tener salida también existen las de aquellas víctimas que sacaron partido de las oportunidades que les dio la institucionalidad; esa en la que pocos confían.
Rosemberg Infante es uno de los beneficiarios del apoyo de la Unidad de Víctimas, Colciencias, el Ministerio de Cultura, Artesanías de Colombia, entre otras entidades que le han acompañado en su proceso como experto en joyería.
Dice que es resultado de la práctica el hecho de que en menos de diez minutos elabore un dije, martillando, puliendo, lijando y midiendo tamaños con una falange de su pulgar.
Mientras, relata su “historia patria”, de hace más de veinte años cuando, siendo niño, fue secuestrado con su mamá por la guerrilla del Eln, en el sur de Bolívar.
“Yo era un pelado, pero sabía cómo eran las cosas”, dice agachado, dándole golpecitos a un fino trozo de acero con un martillo tan brillante que parece nuevo.
En ese entonces, él y ella estuvieron privados de la libertad durante dos meses y, aunque salieron con vida, terminaron siendo doblemente víctimas por habladurías de un exguerrillero que optó, años después, por señalar inocentes para que los aniquilaran los paramilitares de la zona.
No se le entrecorta la voz y las lágrimas hacen lo propio para no derramarse, cuando mezcla los recuerdos con el trabajo y muestra un delicado diseño exclusivo de la orfebrería Lamper.
Su fuerte es la elaboración de zarcillos, pulseras, tobilleras y dijes que ahora trabaja con más alivio, “gracias a los equipos de Emprende Cultura”.
Es que Rosemberg, al comienzo, pulió sus joyas con un motor de lavadora que aún conserva, y su ultrasonido para limpiarlas era un pote de chocolate en polvo.
Se quemaba las manos, hacía fuerza para frenar el motor del aparato… En fin, toda una hazaña, justificada “porque es la necesidad la que lo hace a uno creativo y recursivo”.
Elabora diseños precolombinos, muchos de su autoría, porque no le gusta copiar sino innovar.
En su pequeño taller ubicado en el patio de su casa, bajo una malla de polisombra y con un mesón hecho con un tronco de algún árbol elabora joyas únicas y de alta calidad.
¿Cuál es su éxito? “Haber aprovechado cada oportunidad” y el talento descubierto hace una década, “cuando aún era rumbero”, en un oscuro capítulo luego de la pérdida de su madre.
Ya recuperado, habiendo trabajado la esencia: “mente, corazón y alma, uno puede tener una vida distinta, y entiende que la guerra y la venganza nunca son una salida ni una alternativa; solo el conocimiento lo lleva a uno por otro camino”.
Belleza eterna
Ana Uribe, desplazada nortesantandereana de una época que se rehúsa a mencionar, con alma de política y sin freno alguno les cambia rostro, piel y ánimo a sus clientes con la oferta que todos desean: belleza, juventud y salud con colágeno.
Esta empresaria, madre soltera y con actitud de vendedora implacable se esmera en ver a sus compradores fijamente, con sus grandes ojos verdes, para convencerlos de adquirir su producto.
Pasó ocho años experimentando con la fórmula original, enteramente de su autoría, tras haber pasado bastante tiempo en un laboratorio que le facilita el Sena en Pamplona.
“Dura tres años y es un producto muy bueno”, afirma, imparable. “Es completamente natural, sin conservantes y se extrae de la mano de res”.
Dice también que de no haber sido por lo aprendido siendo víctima su vida no sería la misma.
“Es que uno tiene que volverse a hacer y empezar con lo que tenga”, asegura. “Eso sí, con esfuerzo, porque ayudas sí hay, solo que los resultados se ven poco a poco”.
Paulatinamente, como obtener su fórmula rejuvenecedora, que se consume disuelta en jugos, y tiene 20 propiedades para todo el organismo.
Ana espera el último impulso, después del respaldo y las enseñanzas de la Unidad de Víctimas y el Sena: el registro Invima.
Este cuesta $10 millones y, de obtenerlo, podrá tener su microempresa, dar trabajos adicionales a los dos que ya generó, seguirá asistiendo a toda feria que conozca y sumará clientes, muchos clientes, para los que puede producir entre 500 y mil kilos del magnífico colágeno.
Sin obstáculos
Sagrario Mojica huyó del sur de Santander sin nada, después de tener una finca, un almacén de calzado, una peletería y una vida muy distinta a la que tuvo después de que la violencia llegara a su pueblo.
No habla de ello; calla prudentemente y hasta se muestra temerosa cuando piensa en que pudo aprovechar los procesos de restitución de tierras, pero “eran demasiados riesgos”.
Llora, casi sin consuelo cuando recuerda el dolor de dejar todo, como les ha ocurrido a miles de víctimas pero luego dice las palabras que definen su pensamiento, y que comparte con otros como ella, cuando da charlas en la Unidad: “No podemos quedarnos en los obstáculos, sino vencerlos, sin mirar lo que pasó”.
Tal vez por eso es que obvia los detalles y prefiere, mejor, ser detallista en lo que verdaderamente vale: el trabajo manual con el que crea bolsos, aretes, adornos para los hogares y cualquier cosa que le encarguen.
“Empecé con 10 mil pesos, pero cuanta ayuda humanitaria me daba la Unidad de Víctimas, la ponía para el trabajo”, cuenta.
Con el tiempo, aprendió marroquinería, mercadeo y ventas, y entre risas dice que es mejor que quienes vayan a su negocio, en el barrio Santander de Villa del Rosario, “es mejor que vengan con plata” porque siempre compran algo.
Al igual que Ana, ve en cada feria una oportunidad y es lo único que pide.
Si hay que pagar pasajes, no importa, mientras asegure un espacio para vender, hacer crecer el capital y cumplir sus sueños que tiene impresos en un cartel, frente a su máquina de coser.
Una casa campestre, grande, bellísima, con una cocina de colores vivos, y el anhelo de exportar, más una foto de su familia en el centro del pendón le recuerdan hacia dónde encaminarse.
Esa es la vida ahora, y será la del futuro de esta víctima que, como otras, decidió actuar a cambio de esperar.