La pequeña Saray Mosquera no debía ir en el bus que en la mañana del pasado domingo 4 de diciembre quedó debajo de cinco toneladas de tierra que enterraron a 34 personas, entre ellas a su madre Gloria Cecilia, de 27 años, y a su hermanito Thiago, de 2.
Los tres habían comprado pasajes para salir de Cali en la madrugada del jueves primero de diciembre, pero una confusión con la hora y el día hizo que llegaran a la terminal de la capital del Valle en la noche del viernes, un día más tarde, el mismo día en que Saray se había despedido de sus compañeros de cuarto de primaria. Esperaron hasta que el bus de la madrugada del sábado saliera, a la espera de que sobrara algún puesto, pero eso no ocurrió, y entonces tuvieron que regresar en la madrugada del domingo a cumplirle la cita a la tragedia.
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Gloria Cecilia, Thiago y Saray llegaron a la terminal de Cali acompañados por su tía Flor, quien después de la muerte de su cuñada y de su sobrino se convirtió en la portavoz de una familia que no puede hilar más de dos palabras seguidas por el dolor de la pérdida. Flor trabaja como empleada de oficios varios en un concesionario de motos en Cali, y en la casa en la que vive con su esposo y sus tres hijos había recibido a su cuñada y a sus sobrinos desde enero de este año, pues a Saray le estaban haciendo un tratamiento para su labio leporino que había interrumpido por la pandemia.
Con ellos tres salieron otras 34 personas, incluyendo el conductor del bus y el ayudante, 37 en total. La mayoría iba para Itsmina y Condoto, en el Chocó, a pasar Navidad y Año Nuevo, pero no todas: cuatro personas de una misma familia iban para un entierro, e incluso una, Sandra Milena Suárez, regresaba del sepelio de su padre.
Casi todas eran de apellido Mosquera. Casi todas iban dormidas. Casi todas se murieron. Además de Saray, también se salvaron Andrés Felipe Ibargüen, de 19 años y Elvia Gutiérrez, de 57. A Andrés lo salvó su padre, que apenas sintió caer las primeras piedras sobre el techo, lo empujó por una ventana hacia el barranco donde rodó varias veces. Eso fue lo que le contó a un noticiero nacional cuando apenas lo subían a la ambulancia, antes de que se supiera que tenía Covid y lo aislaran tanto que dos días después del accidente no se había enterado de que su padre, que también llegó al hospital, se murió ese mismo día.
Desde Cali hasta Itsmina hay más o menos diez horas de recorrido en bus por una carretera tan estrecha que si alguien se sale por una ventana cae al abismo, y el pasaje por estas épocas cuesta cien mil pesos. Según la empresa Arauca, —dueña del bus— desde la terminal de Cali salieron 25 pasajeros, diez menos de los que había en el bus al momento del alud que ocurrió antes de las seis de la mañana del domingo, cuando apenas faltaban unas tres horas de camino.
En el video que circuló en redes sociales y también en la sede de Medicina Legal donde los hijos esperaron durante tres días los cuerpos de sus padres, quedó grabado el momento en el que la montaña se viene abajo en la vía que desde Pueblo Rico, Risaralda —a unas tres horas de Pereira— conduce al Chocó. Ahí se ve al carro blanco detenido por un choque que ocurrió unos metros más adelante del punto donde, sin saberlo, estaba prohibido estacionar. Se ve también que la tierra ya tiene tapada la mitad de la carretera angosta que limita con un barranco. De pronto la cámara y quien graba se desestabilizan y solo se escucha “Ay el bus, ay el bus, ay Dios mío, ay gonorrea, por Dios”.
Gloria Cecilia alcanzó a abrazar a sus dos hijos antes de que la tierra tirara abajo el techo del bus. Los abrazó tan fuerte que a Saray tuvieron que hacerle una operación porque la sangre de su brazo derecho no circulaba bien. Ese abrazo duró casi ocho horas.
Como la lluvia y las piedras no dejaron de caer durante todo el domingo, tuvo que pasar medio día para que el casi centenar de socorristas que llegó al lugar lograra romper las latas del bus, remover la tierra y por fin escuchar el llanto y los gritos de Saray, que viajaba con la ilusión de encontrarse con su papá y estrenar una bicicleta el próximo 24 de diciembre.
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David Mosquera, el papá de Saray, es barequero y vive del rebusque de oro en las minas y montañas de su departamento. A eso mismo, a remover y a escarbar entre la tierra, se dedican la mayoría de los familiares de las víctimas que llegaron al lugar del accidente en moto o en moto taxi preguntando por sus seres queridos y pidiendo una pala para ayudar a encontrarlos, pero no los dejaron. “Temas de protocolo”, les dijeron.
Al mediodía del domingo, una mano de la pequeña Saray quedó al descubierto y desde allí pudo contar que estaba al lado de su hermano y de su mamá, que tenía los ojos muy hinchados, un poco de sangre en la nariz y estaba dormida. Luego, logró liberar todo su brazo y pasarle el celular de su madre a Daniel Cardona, el primer bombero que llegó al sitio esa mañana. A ese celular había llamado Flor todo el día, pero nadie le había contestado. Fue otra socorrista la que finalmente le respondió la llamada con la que se le acabó la ilusión de encontrar a su cuñada y a sus sobrinos con vida.
Entre aplausos, los socorristas montaron a Saray a una ambulancia que la llevó al Hospital Universitario San Jorge, en Pereira, donde se reencontró con su papá y con su tía Flor, a quien le pidió que le comprara una avena, y que le llevara las galletas y la ropa nueva que llevaba en la maleta que ella misma había hecho dos noches antes. Mientras tanto, Daniel, el bombero, embolsaba cuerpos y los llevaba hasta el coliseo de Pueblo Rico, desde donde transmitían los noticieros.
Luego, a los cuerpos se los llevaron en camionetas hasta Medicina Legal en Pereira. Ahí estuvieron hasta la noche del miércoles los familiares de las víctimas: sentados en unas sillas Rimax blancas debajo de unas carpas de tienda, llorando y atendiendo entre lágrimas a los periodistas que buscaban las más exóticas de las historias, a los abogados que les prometían millonarias indemnizaciones del Estado y a los funcionarios de funerarias que querían asegurarse un pedacito de esa indemnización.
De pronto las entrevistas con los familiares se detenían porque aparecía Geovanny Gómez, con su chaleco azul de Medicina Legal, a anunciar los nuevos cadáveres que iban reconociendo como si estuviera llamando a lista en un salón de primaria. Entonces quienes eran llamados lloraban de alivio y quienes no reclamaban y daban pistas: “Ella tiene una cadena con la M”, “Es el que tiene el tatuaje en el brazo”, “Ella lleva la billetera”.
Finalmente, la Gobernación de Risaralda se hizo cargo del hospedaje, la comida y los servicios funerarios de los muertos que no tenían seguro, entre ellos, Gloria Cecilia y Thiago. La Gobernación contrató a la funeraria Renacer y aseguró que estaba haciendo “todo lo posible” porque los cuerpos fueran llevados hasta Itsmina en avión, incluso el alcalde de Condoto ofreció $50 millones para cubrir los gastos de la funeraria o la gasolina del avión.
Pero ya en la madrugada del miércoles, cuando el recuento de los 34 cadáveres terminó, y cuando los ojos de la tragedia ya estaban puestos en el partido de fútbol que le daría el primer campeonato al Deportivo Pereira en sus 78 años de historia, la funeraria Renacer mandó a los muertos por la misma carretera en donde hacía cuatro días con sus noches se les había venido la tierra encima. Para remorir.
Fuente: El Colombiano
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