Antes de mayo de 1917, Fátima, Portugal, era una ciudad media, ni muy grande ni muy chica, con gente trabajadora y algunos vagos, con muchos católicos y algunos no creyentes. Un pueblo desconocido. Pero llegó mayo de 1917, y todo cambió para Fátima.
La historia dice que tres muchachitos, Lucía, Francisca y Jacinto (Lucía, prima de los otros dos), debían alternar la escuela con el oficio de cuidar las ovejas de la familia. Escasamente sabían leer y escribir, pero cuidar ovejas les gustaba más que ir a aprender números y letras.
En esas estaban, jugando y brincando, sin preocuparse mucho por el rebaño, a pleno sol, cuando de pronto notaron que la tarde se oscurecía como con amenazas de lluvia. Con rapidez juntaron las ovejas y se guarecieron en una cueva que por allí había, en aquella región de Iría. Empezaron a rezar el rosario, como la mamá les había enseñado para los momentos difíciles y he aquí que en un arbusto cercano apareció una luz intensa y dentro de la luz, una señora joven y hermosa les sonreía.
-¿Están viendo, primos, lo que yo estoy viendo? -les preguntó Lucía que, por ser la mayor del grupo, llevaba la voz cantante.
Jacinto nada respondió. Pensó que sería un castigo del cielo, porque últimamente no estaba haciendo las tareas de aritmética y alguna mentira le decía a la maestra. Jacinta, pálida y temblorosa, tampoco acertaba a decir algo.
-¿Quién sois, señora? -preguntó Lucía, animada por la sonrisa de la aparecida. La señora, vestida de blanco, con las manos juntas al pecho y una corona de estrellas circundándole la cabeza, los llamó por su nombre:
-Francisco, Jacinta y Lucía, acercaos.
Los niños se acercaron con timidez hacia el arbusto y cayeron de rodillas.
-Soy María, la madre de Dios, y quiero que vengan a este sitio todos los trece de cada mes, de ahora en adelante.
Entre nubes la aparición fue desapareciendo, y el sol de la tarde volvió a brillar en todo su esplendor. Pero ovejas y niños estaban asustados, así que iniciaron temprano su regreso a casa.
-¿Qué pasó, muchachos?- tronó el padre de Jacinta y Francisco.
Ellos corrieron asustados hacia la madre, que les repitió la pregunta del padre. ¿Qué pasó? ¿Les salió el lobo? ¿Se les desperdigaron las ovejas?
-Se nos apareció la Virgen- dijeron los tres al unísono.
-¡Ay, Dios! -dejen de decir mentiras, que se los va a llevar el diablo.
-Mamá, es cierto- - Una señora vestida de blanco bajó del cielo y se detuvo sobre una encina mediana.
-Nos sonrió, nos llamó y nos dijo que nos acercáramos sin miedo.
-Y nos dijo que volviéramos los días trece de cada mes.
Los niños hablaban a la vez, atropelladamente.
-No les creo ni jota de lo que están diciendo -los regañó la mamá, pero en el fondo se sintió perturbada. Los veía muy seguros de lo que decían, y además su hija, Lucía, no era mentirosa. Jacinta y Francisco eran sus sobrinos, pero le decían mamá, y vivían con ellos.
-Vayan a hacer sus tareas. Y no le digan a nadie ese invento. No sigan con ese cuento.
Pero los niños no pudieron mantener en secreto lo que habían vivido en la Cueva de Iría, y muy pronto, al otro día la escuela y el pueblo sabían la noticia: La Virgen se les había aparecido a los pastorcitos en Iría. Crédulos e incrédulos buscaban a los niños en la escuela, en la casa, en todas partes para que les contaran lo sucedido.
(Esta historia continuará. No se pierda la segunda parte)
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