Siempre admiré la apasionante vocación de cura del Padre Atienza, con sus lecciones de sencillez y humildad, pues era como tupir en mi alma una verdad mansa que me iba a acompañar en la vida.
Yo le llevaba Astor Rojo para fumar en el portal del Sagrado Corazón, donde recibía a los peregrinos con sotana -negra o blanca-, mientras me contaba de las partidas de póker con sus amigos, del viejo vino de su alacena, o me prodigaba un consejo franco y la bendición de su amistad.
Me deleitaban sus aventuras por El Darién, los relatos de los Katíos, o de los Emberá y de las tradiciones indígenas que se sembraron en su corazón joven, cuando tuvo la fervorosa misión de catequizarlos en el Urabá.
Aún resuena en mí el eco simpático de su originalidad, de las gallinas del patio-corral de la casa cural rememorando su nostalgia pueblerina, sus regaños a quienes bautizaban niños con nombres extranjeros, o la protesta por los aviones al interrumpir la misa, “…con tal de que no nos traigan bombas…”.
Sus enseñanzas me hacen falta ahora que se perdió todo, las costumbres, los niños, hasta los difuntos, a quienes llamaba con tres golpes fuertes en el cajón al despedirlos y, en especial, su piadoso humanismo con los enfermos.
-Sufro de la misma fragilidad que me conoció, padre, pero la alivian el estudio, la razón y la espiritualidad que me sembró para superarla con paciencia, oración y la devoción a San José… ¡Ah!, aún peco, rezo y empato…-
(Ángel Cayo Atienza: Corella, Navarra, España, 27-02-1909- Cúcuta, 14-05-1993)