Los días en que permaneció encerrado medio planeta en el próximo pasado no hicieron más que alimentar en mí la idea de que la reclusión in home es la mejor salida justo para eso, para no salir.
¿Salir a qué? ¿A trabajar si me pagan tan bien, si me pagan tan mal? ¿A trabajar si no hay trabajo? ¿A estudiar para no conseguir trabajo? Corrijo, corrijo. Ahora se puede teletrabajar, tal como los cajeros electrónicos, 7-24. Todo un privilegio, un gran paso para la humanidad, diría el astronauta. Y se puede aprender, por ejemplo, desde el retrete, en la cama, tirado en el sofá o al borde de la piscina, bajo el parasol de la playa o la sombra de un mango. ¿Por qué no? Y si alguien está dispuesto a instruirse pues alguien habrá de enseñarle. Y claro, el profe o la tícher lo podrán hacer desde cualquier sitio y en paños menores si lo prefieren, eso sí, con el torso muy elegante, bien planchado y la cámara apuntando adonde tiene que apuntar.
Salir, salir. ¿Salir a comprar el pan cuando la compañía de la “a” y la sonrisa lo envía caliente y esterilizado? ¿Visitar un museo si tengo al Louvre y al Metropolitan a un clic, en 360º y megazoom para ver obras con hectopixeles de definición? Además sin el tufo y el flasheo de pelotones de japoneses con mascarillas. Sí, muchos de ellos ya las llevaban mucho antes de que se pusieran de moda y nos parecían ridículos. ¿Salir de fiesta si sale tan caro? ¿Buscar pareja si una App me la pone en bandeja?
¿Salir o no salir? Esa no es la cuestión. El asunto es quedarse. ¿Acaso el mundo, el universo no está en las pantallas? ¿Quiero ver un reality show postizo? Ahí está un menú tan extenso como el de un restaurante chino. ¿Me apetece comer chino? Pues llamo al chino. Bueno, eso ya estaba inventado y lo teníamos reservado para la pereza del domingo. ¿Que no tengo trabajo? Basta tener bicicleta y músculo (o haber quedado fuera del top ten en el Tour) y ya eres raider, la profesión indefinida más prometedora de la vía láctea. Seguimos hilando y al hablar de leche, habrá quien recuerde a Klim, el columnista, humorista y escritor que se encerró en su casa por algunos lustros ataviado con piyama, bata, cigarrillo, whisky y máquina de escribir. Todo está inventado. ¿Vestirse o no vestirse? ¿Vivir en piyama? ¿Soñar sin ella? Así vivió hasta que se le torció una tripa y sin quitarse el atuendo fue a parar a una clínica adonde iría a morir. To die, to sleep; / To sleep: perchance to dream… según don Hamlet.
¿Salir? ¿Quedarse? ¿Querer salir porque te encierran? ¿Quedarse sin siquiera pensar en salir? Y permanecer así, encerrados, recluidos, enjaulados, cautivos, enclaustrados. No, no voy a nombrar esa palabra, ese verbo que empieza con ce y termina —cómo no— en ere con alguna efe en los intermedios. No lo nombro por desgaste del pobre, que de pastar en las páginas judiciales o conventuales ha llegado al extremo de necesitar representante legal para exhortar a escribientes y hablantes para que consulten el diccionario de sinónimos que tan buenos servicios presta a la raza, casta, ralea, especie, estirpe, prosapia, tribu, horda humana.
Jefas y jefes, empleadas y empleados, alumnos y alumnas, maestras y maestros, amantes y amantas ¿para qué estar cerca si estar lejos está tan bien? Podemos vernos a medias o mostrarnos enteros, sin olernos, sin intercambiar gérmenes y con el párpado de nuestra cámara a un dedo de distancia.