Las ilusiones me han enseñado a esperarlas con flores en las manos, como en la pastoril Arcadia, en Grecia, con lo idílico, lo utópico y lo bueno que el tiempo ha puesto en mi camino como semillas de sueños nuevos que quieren cultivarse.
A aceptar con humildad el destino, la siembra de su luz en mi alma, con la misión de irrigarla con la fluidez de un conocimiento que compense mi escasez y coseche, con esplendor, una reserva intelectual.
He estado trabajando en ello, estudiando, con la disciplina como veleta y el anhelo mayor del silencio como faro, para tratar de ser singular y no plural, auténtico, y esmerarme por sublimar el porvenir.
Y, cada día, comienzo a llenar la alforja de versos, de filosofía, de música, en fin, a embellecer mi casa íntima con la versión sagrada de la fantasía y a pasear por mi nostalgia de la mano de los duendes.
Así, cuando el destino me marca la ruta, si yo aporto una unidad de esfuerzo, él me devuelve dos, o tres, con una generosidad tal, que me compromete a reconocerme úitl, con la certeza de estar haciendo lo correcto.
Mi auto prestigio emocional sabe que únicamente a mi soledad debo rendir cuentas, con el deseo de agradecer a Dios su bondad al haberme dado sólo las cosas necesarias, pero tan valiosas.
Eso lo aprendí de la escuela de los pájaros que vuelan buscando la copa alta de los árboles para otear la libertad, refugiarse en la andariega filosofía del viento y contársela en secreto al pensamiento, para enseñarle el principio de la identidad.