La violencia en Colombia no deja de ser un tema de la agenda pública nacional e internacional. A pesar de las diferencias que pueda haber entre las distintas facciones políticas que se circunscriben en el territorio nacional, es innegable que la paz estable y duradera -soñada a partir del Acuerdo Final de 2016- todavía no es visible en los territorios y que falta mucho más trabajo para que las bombas y masacres dejen de ser una preocupación de los habitantes de muchas regiones del país.
El informe de la ONU sobre la implementación de los aspectos de Derechos Humanos contenidos en los Acuerdos de Paz, que se presentó el miércoles pasado ante la opinión pública, las instituciones y la sociedad civil, suscitó una polémica innecesaria que está orientando el debate hacia conceptos como soberanía e intromisión, e incluso ya hay sectores políticos solicitando el cierre de la oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU en el país, ignorando por completo las alertas del contenido del informe.
Evidentemente, a estos sectores (los más radicales y usualmente en oposición a salidas negociadas del conflicto) no les hacen mella las 36 masacres, o los 108 asesinatos de líderes sociales ni los altos índices de violencia sexual y de género que tuvieron lugar en el país en el último año y que son claramente evidenciados por la ONU. Lo único que les inquieta es el formalismo del status del Gobierno y su popularidad.
Quienes rechazan el informe desconocen que, en departamentos como Norte de Santander, tal y como lo han advertido organizaciones y colectivos civiles, persisten las disputas por el control de actividades ilícitas, que derivan en violencia y afectación a derechos humanos.
Sigue siendo difícil de comprender por parte de algunos sectores políticos nacionales, que ninguna guerra se gana, y que en el conflicto no hay vencedores. Resulta curioso que un líder tan obtuso como Donald Trump sea capaz de aceptar que la capacidad militar nunca va a ser superior a la capacidad del diálogo y la concertación, bien sea porque está de cara a la posibilidad (cada vez más distante) de la reelección, o porque tiene un convencimiento real respecto de la necesidad de recuperar la convivencia pacífica a partir de mecanismos políticos, mientras en Colombia todavía no somos capaces de instalar las bisagras políticas que se necesitan para devolverle la tranquilidad a la población.
Se necesitaron 19 años de guerra sin tregua y la muerte de cientos de miles de afganos para lograr la firma histórica entre talibanes y el gobierno estadounidense, como un primer paso para acabar un conflicto, mientras que en Colombia no sabemos qué más deba suceder para que los propósitos en cuanto a los derechos humanos sean una realidad y no un simple formalismo.
Quienes pretenden seguir en el formalismo, la conservación del statu quo y desconocen la importancia de proteger a nuestros líderes sociales, son los mismos que hablan de violencia en una ‘Colombia profunda’, y muestran escepticismo frente a la realidad de la presencia de Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR) y Grupos Armados Organizados al Margen de la Ley (GAOML) en ciudades capitales y zonas urbanas de todo el país, y no únicamente en regiones de espesa selva y componente rural.
Sabemos que ellos seguirán siendo un obstáculo dentro de la implementación de bisagras para la paz: Retomar los diálogos con el ELN o generar mayores inversiones en el acceso a la justicia y la superación de la impunidad. Sin embargo, como ya está sucediendo entre Estados Unidos y Afganistán, en Colombia también tendremos que ser capaces de liderar los procesos que sean necesarios para llevar paz a los territorios azotados por la violencia, a pesar del negacionismo liderado por una facción del poder político nacional.