En Colombia hemos naturalizado la violencia de tal forma que el castigo físico es parte del ritual educativo en buena parte de los hogares. Esa violencia normaliza golpes y amenazas a quienes no atienden las pautas de los mayores. Por ejemplo, el Código Civil establecía hasta hace poco que los padres tenían la facultad de “vigilar, corregir y sancionar moderadamente” las conductas de sus hijos. Pero este derecho produjo excesos. Por eso, el año pasado se aprobó la Ley Antichancleta, la cual prohíbe la violencia como método de crianza.
Es cierto que el castigo físico de hoy no es como el de antes. No obstante, se siguen empleando métodos violentos para “corregir”.
Otra manifestación de la violencia que llevamos por dentro se refleja en las calles cuando la multitud logra atrapar a una persona que comete un delito. Allí se apropian del derecho a castigar y violentan el cuerpo de un peligroso malhechor hasta dejarlo moribundo o matarlo en manada. La jerga popular ha banalizado este tipo de torturas callejeras llamándolas “paloterapia” y “balaterapia”.
Es probable que existan vínculos entre los castigos que se practican al interior de las casas y los que vemos en las calles. La tendencia a corregir violencia con más violencia es una práctica con raíces sociales tan profundas que parece natural. Y si a esto se le suma la impunidad y la deslegitimación de ciertas instituciones públicas, cualquier tipo de violencia pareciera estar justificada de antemano.
Quizá por estas razones a muchas personas les resultó descabellada la propuesta del ministro Néstor Osuna en torno a la justicia restaurativa. No porque se conozcan bien los detalles y consecuencias de este enfoque, sino porque en Colombia hemos naturalizado la idea de que la violencia se suprime con más violencia. Y cualquier alternativa que se salga de estos parámetros es sinónimo de impunidad.
Para defender la propuesta del ministro Néstor Osuna hay que hacer una aclaración previa: la justicia restaurativa ya está prevista en las leyes colombianas. De tal forma que no es una novedad aplicarla en Colombia. La novedad consiste en profundizar su empleo y sus beneficios, puesto que hoy se utiliza en muy pocos casos y nuestras instituciones mantienen una visión punitivista de la justicia. Esto quiere decir que en Colombia se acepta ampliamente que el paso por la cárcel es sinónimo de hacer justicia.
A diferencia del modelo punitivista, la justicia restaurativa persigue otros fines. Por ejemplo, en lugar de mirar hacia el pasado y esforzarse por demostrar la culpabilidad de quien cometió un delito, intenta solucionar el problema que lo originó y fijar obligaciones hacia el futuro. Para ello es fundamental la voluntad de las personas involucradas en el proceso, pues el reconocimiento de responsabilidad del ofensor es un punto de partida obligatorio para el diálogo restaurativo. Todo esto con la intención de reparar los daños individuales y colectivos causados, prevenir futuras violencias y garantizar su no repetición.
La justicia restaurativa es un modelo diferente al punitivismo que hemos naturalizado en Colombia. Por eso causa desconfianza. No porque el actual sistema funcione, sino porque está cargado de altas dosis de violencia que hemos asimilado y justificado desde temprana edad en nuestras casas y calles. En ese sentido, rechazar la violencia como método de aprendizaje es la consigna de la justicia restaurativa para una sociedad harta de pedagogías crueles.