Así se llama una de las obras del artista Antonio Caro a quien conocí fugazmente en la librería Luvina de Bogotá, un par de encuentros, en los que acompañados de un vino nos explicaba a un grupo de amigos, entre ellos el poeta Carlos Torres, la fotógrafa Marcela Sánchez, al urbanista que participó en la reconstrucción de Teherán y que vive entre Chicago y Bogotá Gabriel Nagy, otro poeta, Oscar Vargas y varios contertulios más – algo así como el club de la Serpiente de Rayuela -, el sentido crítico y social de su obra. Las ironías del artista, Antonio Caro vivía muy humildemente en una habitación cerca al barrio La Perseverancia - el mismo en el que hace muchos años iba a jugar tejo Jorge Eliécer Gaitán - y Antonio en medio de la pobreza seguía pintando; muere hace dos años, y ahora la noticia es que el Museo de Arte de Nueva York acaba de comprar 7 de sus obras. Las ironías de los artistas, se hacen famosos después de la muerte.
Por estos días trataré de encontrar en la librería más grande de Colombia, Merlín, ubicada por ahí por la Jiménez con octava, un excelente sitio turístico - cultural en Bogotá; una antigua casa de tres pisos en la que es fácil perderse entre esa gran cantidad de libros, muchos íconos, algunos de gran antigüedad, unas verdaderas “joyas literarias” que aparecen en cualquier stand, como una edición de hace 70 años de México que encontré de Oscar Wilde “El retrato de Dorian Gray” casi en el piso, y en estos días iré, casi como terapia para no escuchar toda esa basura que la mayoría de candidatos hablan por estos días de prometer lo que nunca van a hacer, para encontrar una obra de otro escritor chileno Juan Emar, quien escribió un libro “ayer”, que en su momento fue despreciado, y 90 años después de su muerte la crítica literaria chilena lo destaca como una gran obra. Las ironías de los artistas.
Una anécdota de Antonio Caro, es que en alguna ocasión hizo un busto de sal del expresidente Carlos Lleras Restrepo en una expresión de arte conceptual, obra que debía diluirse en agua, para mostrar la popularidad del presidente. Solo que en la exposición le echó tanta agua al busto, que empantanó todo el auditorio y ahí se acabó la exposición. Otra de sus obras, que alcanzó a llevar a Luvina, “Colombia”, delineada con el distintivo de la gaseosa Coca Cola, que la alcancé a tener en mis manos, que hasta la pude comprar si mis conocimientos de arte no fueren tan limitados, sin saber que ahora es una de las obras más prestigiosas que compró el Museo de Arte de Nueva York, cuadro que muestra una especie de fascinación del país por la potencia del Norte, y de otro lado, una crítica al consumismo que ya por aquellos años esa cultura nos propagaba. En otra ocasión presentaba su obra “Jabón, bendito jabón”, y un periodista que se atrevió a descalificar su obra, recibió una cachetada del artista.
Así es la vida de los artistas. Aún los veo en otro café en el centro de Bogotá, el café Pushkin, los pintores que llegan con sus cuadros, la mayoría de ellos pobres, sin el dinero del día, ofreciendo pinturas o cuadros que probablemente algún día los compre una prestigiosa galería de Nueva York o París, como también le sucediera a quien escribiera otro clásico, Gatopardo, Tomasi de Lampedusa, quien por mucho tiempo buscó infructuosamente un editor para la publicación. Cuando finalmente cayó en las manos de uno que entendió su grandeza, solicitó que le trajeran a Tomasi. La respuesta fue cruel: hoy lo enterramos. Es decir, paz en la tumba de Antonio Caro, y ahora que hay feria del libro, debería hacerse en ese encuentro un brindis por su gloria.
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