La música nos asoma al umbral misterioso de la armonía universal, a la dimensión de los sueños que pueden escaparse del redil, para hallar la directriz de la vida en las entrañas de una melodía pura.
Y sólo se entiende, en su real dimensión, cuando se le da la misma reverencia que a la sabiduría y a la virtud del tiempo de ser el espíritu del infinito y haber acompañado al hombre en su historia.
La música clásica nos da esa opción maravillosa de equilibrar intelecto y espíritu para gozar, plenamente, del esplendor de su belleza y aliarse con la eminencia del arte para fluir, apetecible, en la intimidad.
Sugiere una meditación bondadosa, deliciosa y ancestral, la visión de la serenidad o los dogmas románticos que alientan al ser humano a trascender, para descifrar esa antigua cábala de su propio asombro.
Es hermoso percibirla como la vibración del silencio que se vuelve humana, al darle sentido a la inspiración con su ritmo de luz cuando, desde una partitura, nos conduce a esa estación donde descansa la paz.
Porque empiezan a desgranarse los secretos de las ideas, a bordear el alma para nutrirla de estética, de ese inmenso regocijo que siembra la eternidad cuando engendra en ella la esencia de la perfección.
Por eso mi rebeldía tímida y callada- la ejerzo con el sagrado derecho al silencio y mis desacuerdos conmigo mismo los resuelvo con el eco majestuoso de la música, en los recintos venerables de la soledad y el pensamiento.