“De desigualdad nadie se ha muerto”, decía hace poco un congresista colombiano, demostrando su gran ignorancia sobre la historia, y también acerca de los alcances del derecho fundamental a la igualdad -que debería preservar-, y una enorme indolencia frente a la dura realidad de Colombia, uno de los países más desiguales del mundo.
Organizaciones, universidades, sindicatos, centros académicos, organismos internacionales, medios de comunicación y sentencias judiciales de las más altas corporaciones se han ocupado a fondo en la problemática de la desigualdad -que no decrece, sino que se incrementa-, y han subrayado la imperiosa necesidad de que nuestras entidades públicas tomen conciencia sobre las profundas, graves y crecientes condiciones de desigualdad e injusticia social en que se desenvuelve nuestra población. Los desequilibrios en materia de ingresos, trabajo, salud, seguridad social, vivienda, educación, distribución de la tierra -para mencionar apenas algunos rubros- son ostensibles, y persisten.
La FAO y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), han señalado a Colombia como un país en que, junto con Honduras y Haití, presenta el más alto riesgo de enfrentar una crisis de inseguridad alimentaria aguda. Y ello implica muertes, muchas muertes. Lo debería estudiar y conocer el desinformado congresista.
Lo que reclaman del Estado y del Gobierno millones de colombianos y muchas comunidades es, por el contrario, luchar contra la desigualdad existente y en crecimiento, y de esa manera salvar muchas vidas. Porque son muchas las vidas que se pierden por causa de la muy grave e innegable desigualdad, que, en muchas regiones del país lleva al sepulcro a muchos niños, por efecto del hambre, la desnutrición, la miseria, la falta de atención médica, las condiciones insalubres del ambiente en cuyo medio nacieron. Y no pocos adultos -por ejemplo, en extrema pobreza, precisamente por la desigualdad- mueren a diario. Y qué decir de las comunidades indígenas y afrodescendientes, discriminadas, en cuyo seno también hay pobreza, desolación, desigualdad y muerte.
Como ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Constitucional, la igualdad propia de un Estado Social y Democrático de Derecho -como se supone que es Colombia, según su Carta Política- reside en que la actividad del Gobierno, del Congreso, de los jueces y de todos los entes públicos a nivel nacional, regional y local -dentro de una concepción integral y sobre la base del reconocimiento de realidades, no de ingeniosos discursos parlamentarios- se oriente de modo efectivo a garantizar a todos los asociados, sin discriminaciones, unas mínimas condiciones de vida digna. No se olvide que esa es la vida que protege la Constitución: la vida de seres humanos, cuya dignidad prevalece sobre otros objetivos.
Luchar contra la desigualdad, el racismo, el elitismo, la violencia contra comunidades indefensas, el desplazamiento, la imposibilidad de adquirir lo mínimo -que afecta a miles de familias-, la insalubridad, el hambre y la desnutrición de los niños. He ahí el más importante desafío para el Estado y para cualquier Gobierno que se precie de ser demócrata.
Crear un ministerio orientado a garantizar la igualdad -especialmente en los aspectos sociales, económicos, de trabajo, educación y salud-, es un enfoque válido, como podría haber otros, y corresponde a una respetable política gubernamental. Cómo lo ejerzan, en el futuro, sus titulares -bien o mal- es otra cosa.
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