Hace algunos años, cuando la moneda venezolana era fuerte y el peso nuestro era muy débil – se alcanzó a tener una relación de 16 pesos por un bolívar -, esa riqueza de la economía del vecino país se sentía de muchas formas: manejar de Cúcuta a Caracas deslumbraba, especialmente cuando se salía del estado Táchira y se entraba a los llanos a la altura de Barinas, en donde había una autopista que más parecía un autódromo que una vía normal. Llegar a Caracas también impactaba, pues pasar de una capital como Bogotá fría, desorganizada, por aquellos años lúgubre, a una ciudad como la de Venezuela abierta, con puentes que le daban aires de modernidad, con restaurantes que atendían europeos, en la que se veían por todas partes carros últimos modelo, mostraban la pujanza por esos años del hermano país. Era un país casi que entregado al consumo y a la buena vida que daba la impresión que su riqueza nunca acabaría.
De hecho, incluso el paso por el puesto de Peracal antes de llegar a San Cristóbal, cuando queríamos ir a un buen restaurante o pasar un fin de semana al hotel Tamaná, recuerdo que usualmente era un retén estricto, a veces hostil, en el que agentes del estado venezolano con actitudes en algunos casos despectivas, mostraban ese poderío y no dejaban de mostrar una impresión de molestia hacia el colombiano al que más que verlo como un ocasional turista que quería visitar su país, lo hacían ver como un intruso que no era bienvenido a ese país bendecido por el petróleo y la riqueza. En Peracal hace algunos años a un cantante vallenato nuestro, no recuerdo que pudo haber hecho, le dieron una soberana paliza seguramente por haber hecho algún comentario flojo que no fue bien recibido.
Se escuchaban algunos relatos de compatriotas, a quienes su país no les daba ninguna posibilidad de empleo o prosperidad y por el contrario, quizás únicamente por acá únicamente se les aseguraba era la pobreza eterna, esos pobres, ante la cercanía de la prosperidad y la riqueza apenas al otro lado de la frontera, se arriesgaban sin papeles a atravesarla, a tratar de encontrar un trabajo que se convirtiera en el futuro para sus familias, e indocumentados pasaban, y allí los paraban en Peracal; fueron muchos los vejámenes, las golpizas y las humillaciones que sufrían y más de manos de una fuerza policial que creían tener toda la autoridad porque eran los ricos del mundo.
Ahora todo eso cambió. Ese bolívar fuerte y poderoso de otros años ya no vale nada, el país se deterioró, se convirtió en uno de los países más peligrosos del mundo. Ahora son cerca de 30.000 de ellos que pasan un fin de semana caminando la frontera tratando de encontrar de cualquier forma algún billete de 50 mil pesos que les alivie en algo el día a día. Creo que nosotros somos más hospitalarios con el que viene de otro país. No tenemos actitudes de desprecio o rechazo como hace muchos años, cuando ellos eran ricos, las hacían sentir hacia nosotros.
Y aún más, para aquellos que vienen a Cúcuta o la región a hacer un mercado o simplemente quieren visitar la ciudad o ir a un restaurante, hay que recibirlos y garantizarles una buena estadía; ¿pero a los otros, a los que vienen a hacer daño o realizar un atraco, acaso no deberíamos de este lado hacer un retén como ese de Peracal que hace muchos años tenían del otro lado de la frontera?