Los valores no son, sino que valen, y no se pueden demostrar, sólo inspirar, con ese misterioso encanto que adquieren las cosas bellas, al descorrerse el telón y abrir el escenario a los sueños que emergen.
Así, los sentimientos nobles que lograron evadirse de la confusión, retornan al eco de su propia consciencia para ser vigías de la espiritualidad y los ideales puros, igual que las mariposas lo son de los colores de su vuelo.
Las semillas de los valores deben sembrarse y abonarse con una serenidad parecida a la de los árboles, cultivarse con la misma imaginación de la naturaleza al rodearse de actos impecables y protegerse como un tesoro.
Y deben enseñarse a los niños con el esmero de un tallador de ilusiones, con el rumor del horizonte que nos abre el viento para que, cada vez que avancen por el difícil camino del mundo, recuerden las huellas buenas de su memoria.
De esa manera su edad espiritual se afianzará, para que recorran la vida abastecidos de esperanza, inmunes a la falsedad exterior y, en su peregrinaje por los años, entiendan la dimensión exacta de la bondad natural.
Educar en valores es admirar la belleza y aprender de la sabiduría que las verdades se constituyen en recompensas y no en obligaciones, al compartir su fantasía y nutrir el alma de su esplendor, para sentir las señales de la eternidad.
EPÍLOGO: Hay épocas en que los valores se perciben fácilmente, pero otras en que no, en que se esconden –como ahora-, hasta cuando puedan volver a inventar y acrecentar, otra vez, la fe del ser humano en sí mismo.
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