La sociedad colombiana ha terminado por normalizar unas conductas que son a todas luces anómalas. Desde hace cinco décadas, hemos aprendido a vivir con la presencia permanente del narcotráfico y con unos niveles de violencia asesina que aún hoy son más de cuatro veces mayores al promedio mundial.
También nos acostumbramos, a un conflicto armado que no logra terminarse a pesar de los interminables esfuerzos de negociación en los cuales el Estado renuncia a su tarea esencial de imponer la ley y hacer justicia y premia con impunidad a los violentos.
Nada de eso es normal, usual, ordinario, razonable. En un estado civilizado la regla fundamental es la de la aplicación de la ley a quien la viole y la de la justicia para quien delinca, no la de la claudicación estatal y el premio al criminal. La impunidad, está probado, invita a la repetición de la conducta delictual y siembra nuevas violencias.
Peor, ahora los violentos saben que aunque se hayan negado a aceptar los beneficios que les dio Santos a sus compinches, las disidencias de las Farc, o, más grave, hayan traicionado los acuerdos que negociaron y sigan matando, los reincidentes, con Petro tienen otra oportunidad más de conseguir impunidad y privilegios. Una certeza que, para rematar, Petro quiere extender a los grupos criminales que jamás han tenido pretensión política alguna.
Así que nos acostumbramos no solo a que los violentos no paguen por sus delitos, muchos de ellos crímenes de guerra y de lesa humanidad, sino a que los asesinos, secuestradores y violadores que hacen parte de grupos violentos, es decir, que han matado mucho y por mucho tiempo, no solo queden impunes sino que accedan al poder sin restricción alguna.
A todo este comportamiento estatal anómalo y a la paralela tolerancia social con la anomalía, hay que sumarle la común ausencia de arrepentimiento real de los bandidos por los delitos cometidos y su cínica y frecuente pretensión de dar clases de moral, de levantarse como censores éticos de la sociedad.
La desviación ética, sin embargo, ha encontrado nuevas cimas con Petro. Por un lado, no es solo que gobiernen quienes debían estar en la cárcel sino la retaliación, la venganza de los criminales contra quienes los combatieron. Esta semana, el gobierno le retiró sus condecoraciones al general Arias Cabrales, jefe operativo de la recuperación del Palacio de Justicia. Por el otro, es también el propósito de reescribir la historia desde el gobierno. Esta misma semana, y no es coincidencia, Petro impulsó unos actos de conmemoración por los cincuenta años del robo de la espada de Bolívar por el M19.
Más allá de la mezquindad contra Arias Cabrales, y, de contera, contra las Fuerzas Militares, preocupa el uso de las instituciones y el presupuesto estatal ya no solo en el empeño de lavarle la cara al Eme sino de convertirlo en “fundamental para la democracia”, según palabras del director del Museo Nacional. Según él, “hablar de recuperación o robo es una toma de partido y estamos recuperando el lenguaje del grupo insurgente que realizó este acto, que fue político y fundacional”. Es la misma línea de llamar retención al secuestro e impuesto a la extorsión y de, palabras de Petro, quitarle una i a “ilícito”.
En fin, si de tomar partido se trata, no debería haber duda, en especial para un funcionario gubernamental: hay que hacerlo por la democracia y el estado de derecho y, por tanto, de la Constitución y la ley que prohiben la violencia y establecen que hurtar lo ajeno es un delito, no una “recuperación”, por mucho que los bandidos de entonces, autores del robo de la espada y responsables de la muerte 101 personas en el Palacio de Justicia, estén ahora en el poder.
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