Después de que algunos partidos e incluso el Centro Democrático le pidieran al Gobierno corregir a fondo la propuesta de reforma tributaria que presentara al Congreso, Duque instruyó a Hacienda para que “se construya un nuevo texto con el Congreso, que recoja el consenso”. Acordar con el CD y los demás partidos que hacen parte de la coalición del Gobierno era lo que tenía que haber hecho antes de presentar la propuesta y desatar el incendio.
Por falta de olfato político, por desconexión con el malestar ciudadano por la crisis económica que nos deja la pandemia, por soberbia o por exceso de confianza en su capacidad de maniobra en el Congreso, o por todas ellas, no lo hizo. Y las consecuencias con devastadoras, no solo para el Gobierno sino para el Centro Democrático y para el país. La caída de la popularidad del Presidente es aún mayor que antes, el partido de Gobierno está siendo fuertemente castigado por la opinión aunque su jefe y fundador haya advertido, incluso de manera pública cuando sus gestiones en privado fueron ignoradas, que no está de acuerdo con lo que se presentó y el líder del progresismo se trepó en las encuestas.
Yo seguiré insistiendo que la reforma es inoportuna por al menos tres motivos: los micro y pequeños empresarios y los ciudadanos de a pie apenas empiezan a sacar cabeza y en nada ayuda cualquier aumento de impuestos; discutir sobre nuevos tributos cuando lo que más se necesita es inversión nacional y extranjera, solo genera incertidumbre e inseguridad jurídica; y no tiene sentido asumir los costos políticos de una tributaria para que sea otro el gobierno que recoja los frutos de la misma. Y seguiré diciendo que es inconveniente como mínimo por otras tres razones: la ciudadanía no quiere ni oír hablar de nuevos impuestos cuando percibe que el Estado es ineficiente y corrupto; no se le puede seguir metiendo la mano al bolsillo al ciudadano para quitarle los frutos de su trabajo sin antes hacer una juiciosa tarea de ahorro y austeridad y un cuidadoso estudio sobra la naturaleza y calidad del gasto público; y, lo más importante, lo que se requiere es una reforma pensada para fomentar el crecimiento y el empleo y
no en la línea de más subsidios.
Es cierto que es absolutamente contradictorio que quienes apoyaron el pacto de Santos con las Farc estén atacando una reforma que busca recursos para cumplir con los billonarios compromisos ahí acordados. Y es verdad que es una ironía que la izquierda se haya venido en contra de una reforma que está muy alineada con sus propuestas. Ahí están más gasto público, la renta básica y la gratuidad universitaria para estratos 1, 2 y 3, por ejemplo.
Pero la izquierda nunca va a aplaudir estas iniciativas salvo que vengan de ella misma. Y el ciudadano de a pie, ahogado en deudas, deformado por Fecode y sin posibilidad de entender las minucias técnicas de una reforma imposible de larga a la que, para rematar, el Gobierno nunca le hizo pedagogía, solo sabe que pagaría más IVA.
Y, lo que es mucho más preocupante, el Estado parece atrapado por sus miedos y por el temor a decisiones judiciales arbitrarias e ideologizadas que se alinean con la anarquía y la violencia. La Policía se ve maniatada y algunos uniformados prefieren dejarse matar a hacer uso de la fuerza legítima. La inseguridad jurídica los carcome. Y el ciudadano se siente impotente y asustado al ver que sus derechos y bienes no son protegidos.
Hay que recuperar la autoridad, la seguridad y el orden. Sin ellos no hay futuro. En el 22 nos jugamos el pellejo.