Los hermanos legos de ciertas comunidades religiosas eran los encargados de los trabajos manuales y de los oficios varios. El hermano lego era aquel hombre analfabeta que quería dedicarse al servicio del Señor a través de sus habilidades domésticas y santificarse con tal estilo de vida. Se consagraba en ceremonia especial, se sometía a las reglas y constituciones de la orden religiosa respectiva, y hacía los votos comunes de castidad, humildad, obediencia y pobreza. Por lo tanto, el lego no llegaba nunca al sacerdocio pero sí tenía las obligaciones de sus votos. Luego del Concilio Vaticano II esto varió: actualmente no se admite en las congregaciones religiosas a ningún individuo iletrado. Algo semejante a lo sucedido con la Policía y el Ejército Nacional, instituciones en las que hace menos de cien años sus integrantes de baja escala podían ser analfabetos y hoy, por el contrario, se les exige diploma de bachiller. Entonces, hermanos legos ya virtualmente no existen.
Yo recuerdo con cariño y admiración al hermano Marcos en el seminario del Dulce Nombre en Ocaña. Él como lego tenía derecho a usar la sotana negra de los padres eudistas, mas no podía cumplir ninguna otra función en la iglesia que la de limpiar y decorar el altar y tocar las campanas. Marcos tendría unos 45 años. Calzaba sandalias. Su sotana lucía muy vieja y raída. Y no podía ser menos pues era a él a quien le tocaba barrer todo el edificio, estar pendiente de alguna gotera en el techo y subirse a reparar, de pintar las paredes y de acomodar los ladrillos despegados del patio de recreo.
La humildad de Marcos era muy notable. Andaba callado, y no se relacionaba con los educandos. Apenas recibía órdenes del ecónomo. Resulta que era el mandadero general del seminario.
En efecto, la cosa funcionaba así: los estudiantes internos - salvo contadas excepciones –no podíamos salir a hacer compras. Todo se tramitaba a través del economato. Si el estudiante necesitaba un par de tenis le comunicaba al ecónomo y éste encargaba al hermano Marcos para que los comprara en los almacenes de la ciudad. Y Marcos cumplía tan a cabalidad la misión que nunca hubo reclamo por el color, o la marca o la talla de los zapatos.
Marcos tenía su celda en la misma sección de dormitorios de los sacerdotes profesores, pero en el último rincón. No sé en dónde se sentaba a comer porque no era en el refectorio – así se llamaba el comedor general - , ni con los alumnos ni con los sacerdotes.
En el seminario nos inculcaban abrazar la santidad y nos repetían que el papa Pío XII – de esa época – pedía que le presentaran un seminarista ciento por ciento virtuoso para honrarlo como santo, calidad a la que todos aspirábamos. ¡Uf!, pero, entre tantas virtudes que había que practicar, ¿quién podía con la humildad? ¿La humildad del hermano Marcos? Y uno mismo se contestaba: dejemos la cosa así; renuncio a ser santo.