Se ha dicho que si un perro muerde a un hombre no es noticia, pero que, si un hombre muerde a un perro, eso sí es noticia, por lo inusual.
Por ello, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de detener a Álvaro Uribe Vélez, no debe causar ninguna sorpresa. El expresidente es el líder de la derecha colombiana, y hay razones para creer que en las altas cortes se encuentran sus antagonistas vestidos de togas. Ahora, que Uribe resulte condenado a largos años de prisión no será tampoco ninguna novedad.
Tal decisión representa, sin duda, el colapso de la justicia. Puede decirse que es una nueva amargura que los cinco magistrados que pronunciaron el exabrupto, los cinco jinetes apocalípticos, vienen a arrojar al pueblo colombiano, ya agobiado física y moralmente por una pandemia implacable. Pues no se crea que tal fallo judicial no ha afectado también la salud mental de miles de compatriotas.
Y justamente, en este difícil tiempo, la salud mental merece cuidados especiales. Entre esos está el rehusarse a mirar noticieros torcidos, sintonizar emisoras y leer periódicos que desinforman y solo esparcen odio, resentimiento y mentiras.
Por supuesto, el aislamiento obligado nos ofrece la oportunidad de conocer nuevas obras o repasar las clásicas. Mejor beneficio para el espíritu no puede haber. Y después de la lectura aconsejo ver películas. Por mi parte, he vuelto a deleitarme con los clásicos como Lo que el viento se llevó, El puente sobre el río Kwai, Titanic, West Side Story, La dama de las camelias, la trilogía de Sissi Emperatriz interpretada por Romy Schneider – mi sueño de los años mozos -, etc., las basadas en las obras de Julio Verne y Emilio Salgari, y mis preferidas de las ya remotas y felices niñez y adolescencia, las del lejano Oeste. ¡Qué solaz y relax con estos filmes! ¡Para olvidar mediante la fantasía del cine tanta porquería de la vida real!
Justamente vi en estos días una vieja película sobre la disputa de un pequeño poblado entre los Estados Unidos de Norteamérica y México, por los años 1860. Los gringos ya tenían posesión del territorio y dejaron allí, provisionalmente, un sheriff y un juez, con dos federales como fuerza pública. Entre tanto, una banda de forajidos mexicanos se apoderó del pueblo, asesinó a estas autoridades y nombró otras a su antojo, sus cómplices. El cabecilla, que se hacía llamar coronel, les dio patente de corso a sus hombres para que cometieran toda suerte de crímenes. El pistolero valiente y justiciero que los enfrentó no pudo con ellos; le molieron las manos, lo arrojaron a una celda y poco faltaba para colgarlo.
Un buen día se oyó a lo lejos el retumbar de una caballería. El pueblo vio con esperanza su aparición. Cuando el escuadrón llegó, se dieron cuenta de que se trataba de tropa mexicana. El comandante de ésta anunció a todos que el asunto se había zanjado a favor de México. El falso coronel se entusiasmó, les dio orden de formación a sus terroristas y se dispuso a rendirle honores al nuevo y legítimo jefe mas éste no lo dejó continuar, sino que le notificó que ya sabía de sus crueldades, y por ello mandaba en el acto el ahorcamiento para él y toda su pandilla. México no es una tierra de corruptos, sentenció.
Al luchador solitario prisionero le devolvieron todos sus derechos políticos, y por fin hubo paz, justicia, alegría y prosperidad en ese martirizado pueblo.
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