Diez meses de escándalos. El último costó las cabezas de Laura Sarabia, la “mano derecha” de Petro según él mismo la describió, y de Benedetti. Se suma a muchos otros, desde el nombramiento de amigotes de Verónica sin ningún mérito ni capacidad hasta las nacionalizaciones exprés y los contratos a españoles con antecedentes criminales, por ejemplo.
Dicen que este es el peor. Con lo conocido hasta ahora no podría afirmarse tal cosa. Los de la familia presidencial son más complicados. El del primogénito y el del hermano suponen actuaciones y consecuencias más graves: financiación ilegal de la campaña presidencial, recepción de plata de narcos, exigencia de dineros y pactos con criminales a cambio de beneficios gubernamentales. No recuerdo nada ni remotamente parecido desde el proceso 8.000.
Es verdad que, sin embargo, el desarrollo judicial de ambos procesos sigue pendiente y que nada hemos vuelto a saber de los casos. En el ruido incesante que producen Petro y sus declaraciones y el desastre general de la gestión gubernamental, los dos escándalos han salido de los focos.
Con todo, lo ocurrido con Nicolás y Juan Fernando ha tenido ya una consecuencia que afecta de manera muy importante a Petro: se le cayó la narrativa. Petro y la izquierda habían construido su relato político del cambio acusando a los gobiernos anteriores y a sus contradictores políticos de corruptos y de tener vínculos con el narcotráfico. Corrupción y narcotráfico son, precisamente, las claves del escándalo de los Petro. Como consecuencia, para los votantes petristas no ocurrió el cambio esperado. El estigma que veían en los otros, hoy marca a la familia presidencial.
El de ahora, el de la jefe de gabinete y el embajador, también daña el discurso petrista. El que fuera víctima del abuso de poder gubernamental y de interceptaciones telefónicas es ahora el victimario, el perseguido es el perseguidor. Que el objeto comprobado de las chuzadas sean “sirvientas”, según la grosera y burda calificación que de las empleadas de Sarabia hiciera una oligarca de izquierda, solo agudiza la contradicción. Son los más débiles, aquellos que decían representar, las víctimas del Gobierno “del cambio”.
Muchas preguntas siguen abiertas y exigen respuesta. Una, el origen y el monto del dinero hurtado. No es creíble que hayan ordenado seguimientos, chuzadas y polígrafos, y hayan violado reiteradamente el código penal, por cuatro o siete mil dólares. Y hay que establecer si, como parece, el dinero desaparecido era producto de coimas y halar la pita para llegar a los negociados. Dos, el papel de Benedetti y Venezuela, que surgió de imprevisto y de la nada. Tres, establecer quiénes en la Policía dieron las órdenes y, aún más importante, quién o quiénes a su vez mandaron a los policías a hacer las tareas. Tener certeza de los superiores que dieron las órdenes y de los civiles que a su vez se las dieron a ellos es algo más complicado pero vital.
De paso, el sistema político queda tocado. Los escándalos demuestran que los problemas de corrupción, vínculos con las mafias, abusos de poder, no tienen partido, ideología o color político. No son de la derecha o de la izquierda, de los de antes o los de ahora, de la oligarquía o de los “nadies”. Son estructurales y exigen una reflexión nacional profunda, objetiva, desaprensiva, más allá de partidismos. No dudo de que no son estas las circunstancias para semejante desafío, tan polarizada como está la discusión y tan sumergidos como estamos en la tarea de sobrevivir este caos, esta chapucería, este pésimo gobierno. Pero hacia adelante tenemos que ser capaces. De que lo seamos depende el futuro.