Octubre es esplendoroso, con una luna especial, con cuentas de nubes y tajos de cielo bonito, reflejando las legendarias victorias de una cristiandad fervorosa y dulcemente amada por la santísima virgen.
Es el mes de rememorar las majestuosas procesiones que invocaban la protección para sus devotos y valientes caballeros, quienes luchaban diligentemente contra las invasiones que asediaban a Europa.
El 7 de octubre de 1571 los guerreros se acogieron a Ella y triunfaron en la Batalla de Lepanto, por lo cual Pío V proclamó La Fiesta de Nuestra Señora de las Victorias, actualmente Nuestra Señora del Santo Rosario.
El 16 de octubre de 2002, el papa Juan Pablo II publicó Carta Rosarium Virginis Mariae, afianzando la tradición del Santo Rosario y diviéndolo en cuatro misterios: gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos, los cuales narran los acontecimientos vividos por Jesús y María, consagrando, así, esa plegaria milenaria e histórica.
De manera que es como una epopeya de salvación alrededor de La Anunciación “Dios te salve María, llena eres de gracia”, con la piedad mariana cubriendo de religiosidad los corazones y ungiendo el porvenir de esperanza.
De su legado brota la enmienda de la humanidad, al repasar en Los Gozosos, la infancia de Jesús, en Los Dolorosos, su pasión y muerte, en Los Gloriosos, la asunción y gloria de María, Madre y Reina universal de lo creado y, en Los Luminosos, el anuncio del Reino de Dios.
Rezar el Santo Rosario nos reconforta y es, algo así, como sentarse bajo la fronda de un bosque de sueños, a esperar el paso de la sombra de Dios, mientras el alma sale a tomar café. (Sólo falta un misterio…a San José).
