Yo no es que les tenga miedo a los espantos, pero prefiero no caminar de noche por sitios oscuros, o pasar por el frente de cementerios después de las seis de la tarde, o acercarme, de noche, a la esquina donde dicen que una casa solitaria, de balcón colonial, alberga fantasmas que reviven a la media noche.
No es que les tenga miedo, repito, pero Seguro mató a Confianza, sobre todo en esta época después del Miércoles de ceniza, día en que empieza la cuaresma para nosotros los católicos. No sé, ni me interesa averiguarlo, qué relación puede tener la Cuaresma, tiempo dedicado al ayuno y a la abstinencia, con visiones de seres de otros mundos o ruidos inexplicables, preciso cuando es hora de estar roncando.
Nuestros padres campesinos, de pueblos y veredas –no sé si todavía lo hagan- utilizaban el recurso de los cuentos de espantos para meterles miedo a los pequeños, y así evitar que se desperdigaran lejos de la casa. Al atardecer, después de la merienda, se sentaban los mayores en las afueras de la casa, llegaban los vecinos y se formaban tertulias que desembocaban necesariamente en el mismo tema: el de los fantasmas. Los niños suspendíamos los juegos de La golosa, El puente está quebrado, El Gato y el ratón, La vieja Inés, y otros, y empezábamos a buscar el regazo materno o las piernas del abuelo.
¿Recuerdan ustedes al Coco? Nunca nadie nos dio explicación de qué clase de fantasma era ese tal Coco, cuál era su figura y en qué consistían sus maleficios, pero su copla servía para que fuéramos entrando en el delicioso mundo de los sueños infantiles: “Duérmase porque ahí viene el Coco”.
Pero era en el tiempo de Cuaresma cuando abundaban los cuentos y leyendas de duendes, brujas y espantos. Allí aprendimos que el Ánima Sola es el alma en pena de un tipo que ahorcó a su mujer, a los hijos y luego él mismo. Su castigo eterno fue vagar por los caminos pidiendo perdón, en noches de cuaresma.
También en noches de cuaresma se ve al Carro fantasma, un vehículo que viaja por las carreteras, a mil, como alma que lleva el diablo. Los choferes de camiones nocturnos ven venir las luces, se orillan para darle paso y el vehículo no llega. Otras veces sí llega, pero los, que lo ven quedan mudos, tuertos o apendejados para toda la vida: Es un bus cargado de esqueletos que lloran y gritan y patalean dentro de su vehículo. Los vecinos se santiguan y se miran asustados.
El Viernes Santo, aseguran algunos, sale el Judío errante. Su historia es cruel. Yo la repito, aunque, a decir verdad, no la he encontrado en la biblia. Cuando iba Jesús, camino del calvario, con la cruz a cuestas, pasó el tumulto frente a la casa de un judío, conocido por lo tacaño. Algunos dicen que no era judío sino turco. Lo cierto es que Jesús lo miró con ojos de angustia y murmuró unas palabras que el viento llevó hasta los oídos del hombre: “Dame de beber”. El viejo dizque soltó la carcajada, le hizo una señal indecente con la mano (eso que vulgarmente llaman “pistola”) y cerró la puerta. Desde ese momento le entró un desespero total al hombre y echó a andar por caminos, carreteras y trochas, pidiendo de beber. Jamás se detiene en su andar.
A esa hora, ya los niños estábamos dormidos en brazos de nuestras mamás, que decían asustadas: “Este carajito se durmió sin orinar. Ahora se va a mear en la cama”.
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