“Los Estados Unidos priorizan la protección de los derechos humanos y se ubica hombro a hombro con todos aquellos que luchan por sus libertades democráticas fundamentales”, señala Ned Price (portavoz de Presidencia) durante una rueda de prensa del 03 de febrero del presente año. En dicha conferencia se volvió explícito el viraje de Estados Unidos en materia de relaciones exteriores, y se hizo énfasis en los cambios de enfoque en asuntos importantes que ocurren en países como China, Myanmar, Irán, Afganistán y Venezuela.
Estas transformaciones implican un emergente relacionamiento diplomático y encaran una necesidad urgente de mejorar la agenda diplomática colombiana (aun aceptando que la excelente gestión de María Ángela Holguín difícilmente podrá equipararse, ni que decir de superarse).
Es necesario hacer esfuerzos en el año y seis meses que quedan del actual gobierno para acertar en política exterior y evitar desperdiciar los recursos con los que el país norteamericano apoye a Colombia en esta nueva fase que inicia con la presidencia de Joe Biden, específicamente respecto de la implementación del Acuerdo Final de Paz.
La incontinencia diplomática colombiana actual ha debilitado la paz. Continuar con un discurso que invisibiliza los asesinatos de líderes sociales, así como de excombatientes de las Farc y que ignora las necesidades de los territorios impactados por la violencia sería un error imperdonable. Vale la pena mencionar, sin desviarse del tema, que aislar a Venezuela tampoco puede seguir siendo parte del panorama diplomático colombiano.
En un contexto en el que Alemania restringió el uso de productos fitosanitarios controvertidos como el glifosato, y aprobó una ley para prohibirlo completamente a partir de 2023, Colombia no podría estar más equivocada pretendiendo la transformación del campo y la conquista de la paz a partir de la erradicación de cultivos ilícitos con glifosato.
La erradicación forzosa demostró que no tiene la efectividad necesaria para lidiar con el problema de las drogas, en tanto que genera un porcentaje de resiembra entre el 50% al 70%, es decir, por cada 1.000 hectáreas erradicadas de manera forzosa, se siembran nuevamente entre 500 a 670. Norte de Santander es un ejemplo de este fracaso: A pesar de la erradicación, hoy hay más 41.000 hectáreas de coca (según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito).
En contraste, las estrategias de sustitución voluntaria presentan una efectividad del 99,4%, la resiembra alcanza apenas el 0,6%. Es evidente la necesidad de centrar la atención en una política de oportunidades para los pequeños cultivadores de coca.
El reto de la sustitución plantea la necesidad de proyectos productivos y titulación de tierras. Es cierto que estos programas son demandantes a nivel financiero y técnico, sin embargo, la paz no puede seguir retrasándose hasta que den los cierres financieros. Deben hacerse esfuerzos ya.
Una sola familia fuera del conflicto es un gran logro como sociedad. Puede que políticamente no sea llamativo, pero moralmente es un deber por cumplir a través del servicio público. Sólo hay una vía: Los pactos de sustitución, que son plausibles de implementarse si se cuenta con una gobernanza receptiva, y una reforma rural, aspecto en el que el catastro multipropósito que inició su implementación en Cúcuta juega un rol fundamental, a partir de la generación de un inventario de predios formales e informales con miras a la titulación para los campesinos.
La erradicación forzosa no solamente es sumamente costosa (se requieren 72 millones de pesos para fumigar una hectárea), sino que además es insostenible, ya que genera un empoderamiento de sectores armados en los territorios y un distanciamiento entre los campesinos y la institucionalidad, lo cual deriva en una pérdida de confianza, que es el mayor activo por conservar en lo público. Por ello, la erradicación no puede seguir siendo un enclave en nuestras relaciones exteriores.