La carabela Holandesa que nos llegó de La Haya la semana pasada, bajo la forma de las dos decisiones de la Corte Internacional de Justicia por las cuales aceptó competencia para conocer de las nuevas pretensiones de Nicaragua contra Colombia, parece ser más venenosa que la llamada carabela Portuguesa, que recaló en Cartagena no hace mucho.
Los venenos han sido ampliamente explicados: vulneró el principio de la cosa juzgada al revisar una decisión tomada con anterioridad por la propia Corte; pretende aplicarle a Colombia el derecho de la Convención del Mar, de la cual no hacemos parte; falló una crucial excepción propuesta por Colombia recurriendo al ‘carisellazo’ del voto cualificado del presidente, y así por el estilo.
El punto controversial que queda es si fue acertada o no la decisión colombiana de anunciar que no seguiría concurriendo ante la Corte. Torrentes de opiniones calificadas de parte y parte se están presentando por estos días. Esta es la mía: el argumento central que ha sido expuesto por la canciller es que, ahora sí, procede que los dos países, bilateralmente, y sin intervención de la Corte, se pongan de acuerdo en un modus vivendi, a través de un tratado, al estilo del que están trabajando Chile y Perú con relación a su contencioso.
El punto vidrioso para nosotros es que, estando las cosas como están, Nicaragua lleva y llevará todas las de ganar, en un escenario de negociación bilateral de un tratado. La reacción presumible de Nicaragua –cuando se le invite a sentarse a la mesa a discutir los términos de un tratado, que nuestra canciller dijo que sería cosa de semanas o, a más tardar, de meses— va a ser la que ya expuso el presidente de la comisión de relaciones exteriores de Nicaragua: que para qué adelantarse a negociar nada sobre plataforma continental submarina antes de que la Corte falle la segunda demanda.
O sea, Nicaragua lleva todas de ganar de ahora en adelante: si negocia antes de que la Corte de La Haya profiera una sentencia, obviamente impondrá unas condiciones draconianas, más favorables a ella y más duras para nosotros, que las que existen actualmente. Y si espera los resultados del proceso, que Colombia anunció que dejará expósito, muy probablemente también obtendrá resultados más satisfactorios que los actuales. Lleva, pues, todas las de ganar.
Que no nos pasará nada no concurriendo a la Corte, se ha dicho también. Pero cuando se descuida un pleito, o no se atiende, el sentido común dice que los intereses del ausente pueden salir gravemente averiados. Mientras lo único que tiene que hacer Nicaragua es esperar cómodamente, sin apresurarse a negociar un tratado bilateral, hasta cuando salga la decisión de fondo por parte de la Corte de La Haya. ¿Por qué habría de hacerlo?
Además, es obvio que así no nos pase nada adicional al ya grave predicamento en que nos encontramos por no asistir a La Haya, el costo reputacional para Colombia será inmenso. Nuestra tradición jurídica había sido siempre la de respetar puntillosamente los fallos y las jurisdicciones del derecho internacional.
Estamos ahora, incluso, solicitando los buenos servicios de la Naciones Unidas (la misma organización bajo cuya égida funciona la Corte de La Haya), para que nos ayude a supervisar las zonas de aislamiento de las FARC dentro de los acuerdos de La Habana. ¿Con qué cara vamos a solicitar lo uno y a rechazar lo otro ante las mismas Naciones Unidas?