La democracia es una canción de libertad que vibra en el espíritu de la humanidad, unas veces con las campanas tocando a rebato, sonoras de felicidad y, otras, a medio péndulo, recuperándose para batallar de nuevo.
Y sus bondades se inspiran en el saber popular, para irradiar la verdad social hasta el punto más alejado del círculo de la tolerancia y tupir de sueños la ruta colectiva que conduce al bien común.
Así, los ciudadanos debemos ser un foro constante y comprometido, convocar y elegir a quienes estén preparados idóneamente para proteger nuestros derechos con devoción y representarnos fidedignamente.
De manera que la democracia es un deber ineludible, vital, como cualquier eslabón de la cadena de valores que nos aferra a la esperanza, para ser reflejo de la convivencia armónica de la naturaleza.
Necesitamos fortalecer las instituciones en la dignidad, en esa cualidad de ser salvaguardas de nuestro porvenir para que, en su extraña y dual combinación -paralela- de poder y sumisión al pueblo, se nutran de sabiduría.
Las buenas jornadas democráticas dejan una luminosa huella de responsabilidad, la cual transfiere a las próximas generaciones los mejores fragmentos de la vida, para que titilen orgullosos en la historia.
Habrán de recogerse, otra vez, las virtudes de la democracia, el honor y la sensatez, para afianzar el ideal supremo de la sociedad en esa convicción maravillosa de ser la voz del pueblo.