El horizonte es una silenciosa invitación de la naturaleza a penetrar en su misterio, sin dimensiones, ni tiempos, en un descanso total de los sentidos, en la delicia de liberar los sueños e ir más allá de la luz.
Desde su misión de tupir la lejanía, nos convoca a desapegarnos de las cosas vanas, olvidarnos -un poco- de la condición humana, y enaltecer la maestría y la bondad, tan entrañables al pensamiento.
De su trazo surgen la abigarrada sombra de los colores, los cantos de los pájaros y los sueños, en una audacia espiritual que sólo se muestra ante los ojos privilegiados de los románticos.
Los días son bellos cuando el horizonte los inscribe en el alma, los saluda con flores, con ilusiones y con una palabra bonita que los asoma a pasear en el jardín de la mañana con los duendes y las hadas.
Cuando se enlaza a la ventana abierta del corazón, la intimidad se vuelve mansa ante la hondura del infinito y, con la esplendorosa armonía del universo, inspira los instantes maravillosos del arte natural.
No sé por qué decidió camuflarse en una línea recta y esconder su belleza de ser circunferencia: quizá por timidez, o por la cohorte seductora de la geometría del espacio, siempre perpendicular a su nostalgia.
Hace poco supe que, cuando está triste, se fuga a las estrellas por una rendija secreta, a buscar consuelo en la sabiduría de lo imposible o a sentarse en una esquina del cosmos a soñar.