El ahorro de los estados y de las personas es lo que se guarda después de descontar todos los gastos y se convierte en inversión para financiar una mejor producción futura. Si las personas o los estados gastan más de lo que reciben, no ahorran y deben apelar al crédito, al ahorro de otros, sean estados, instituciones públicas o privadas, o personas, pagando un costo por el riesgo, léase tasa de interés. Los estados apelan a los ahorros de los particulares, personas naturales o jurídicas, para que se conviertan en la inversión que ellos no pueden o no quieren realizar. Esa inversión se hace mediante contratos para el usufructo de bienes públicos en contraprestación a un desarrollo de un proyecto o de una actividad de interés colectivo. Así se hacen las carreteras con un peaje que remunera la inversión privada en la apertura o modernización de una vía que convive con rutas operadas por el propio estado. Se otorgan concesiones a inversionistas sobre recursos mineros para atender necesidades locales o internacionales de materias primas y generar impuestos y divisas, con participación o compitiendo con el estado. También sobre petróleo, gas o carbón, para atender la demanda nacional de energía y competir en los mercados internacionales de este crucial recurso, donde los actores son públicos y privados. Se licencian hidroeléctricas. Se dan los permisos para atender a la población en temas claves para su desarrollo social como la educación, a través de colegios y universidades privadas y de redes virtuales licenciadas en manos de particulares, compitiendo con la educación pública y convirtiéndose en la ventana de entrada de la tecnología global. Se autorizan EPS e IPS para prestar servicios de salud, mano a mano privados y públicos.
La clave para que funcione el sistema en competencia público-privada es inexorablemente la inversión total, base del futuro crecimiento: cayó del veinticinco por ciento del PIB en 2019 a la mitad, doce por ciento en 2022.
La privada es temerosa de la inestabilidad. No le gustan los cambios autoritarios. Odia la modificación unilateral de los contratos. Es esquiva a las modificaciones tributarias demasiado onerosas y a las reformas del mercado laboral que sobrepasan las posibilidades de la productividad. Teme a la intervención populista de las economías cerradas y a los bancos centrales dependientes. A los sistemas de justicia invadidos por la rama ejecutiva o por los congresos. Y ve como positiva la competitividad en los proceso de desarrollo.
La inversión en infraestructura, en energía, en minería, en salud y en conectividad, está en el centro de las reformas de Petro. Se puede atraer más inversión con la actitud del presidente en Davos frente a grandes compañías que anunciaron sus proyectos. O se puede ahuyentar con la retórica contra las vías “para el gran capital”, olvidando que los ciento cincuenta millones de toneladas movidas el año pasado, básicamente son para las grandes mayorías que consumen para suplir sus necesidades. Los aeropuertos, “solo para los ricos”, atendieron cincuenta millones de pasajeros, la población nacional. Las hidroeléctricas dieron energía a precios relativos altos pero menores que los internacionales y con mejores credenciales ambientales que las europeas o chinas. En salud, por públicos y privados, la cobertura es universal. Sabemos que el sistema funciona y que es mejor que el de quienes viven en Cuba, España, EEUU o Brasil.
Hay setenta millones de celulares y siete de cada diez hogares tienen Internet privado. Por una Ecopetrol mixta y por los privados, exploramos y exportamos petróleo; por privados producimos carbón y gas en medio de la incertidumbre energética internacional.
Añorar a Caminos Vecinales, ICEL, ICSS, Telecom, IDEMA y otros esperpentos no es progresismo: es conservadurismo nocivo que paralizaría el avance del país. Hay que repotenciar y mejorar el progreso alcanzado, no desvanecerlo.
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