En las comunidades aborígenes y en los albores de la civilización se desarrolló la medicina primitiva basada en conocimientos extraídos de la simple observación y ensayo. Se aconsejaba, por cuenta del más anciano o el más sabio de la tribu, lo que se debía usar en determinadas circunstancias y dolencias; si el enfermo no mejoraba, o peor, si moría, se desechaba el preparado. Al contrario, si era exitoso, se tenía en cuenta para una próxima circunstancia. Si sumamos siglos de ensayo, se fue creando el listado o vademécum de remedios y pócimas que se transmitían de generación en generación.
Con el paso de los siglos se fué decantando el proceso. Ya no era la memoria; no era segura la simple palabra heredada de una generación a otra. Se decidió documentar la experimentación y los resultados.
Apareció el método científico. Ensayar, documentar y publicar. No se demoraron en aparecer los “científicos” de lo que se convertiría en un lucrativo negocio: la formulación a destajo. Era necesario aconsejar “algo” que aliviara sin necesariamente acabar con la dolencia; era la solución aunque no definitiva pero sí lo suficiente para encausar el negocio: la formulación y comercialización de los medicamentos “placebos”: sustancias, unturas, cremas, “cataplasmas” y toda una serie de soluciones que perseguían aliviar, así fuera temporalmente o de mentiras, la dolencia.
La metodología del trabajo científico, reglamentada y respaldada con suficiencia por académicos y estudiosos de la ciencia, ha permitido, desde hace casi una centuria, establecer normas y reglas que permiten el ejercicio serio y digno de la ciencia de Hipócrates.
No se imaginó este sabio griego que estaba lejísimos de lo que iba a suceder con su inocente ocurrencia; cuando la compleja mente humana comercializó sus sabios descubrimientos, apareció la inefable capacidad de sacar provecho y empoderar los resultados.
Hoy en día, desde hace más de medio siglo cuando se descubrió, por casualidad, la penicilina, comenzó la inefable comercialización de fármacos y afines en desaforada carrera por estar al frente del lucrativo negocio de la farmacodinamia.
La portentosa biblioteca de Alejandría quedaría hoy muy corta frente a la gran avalancha de preparados que fabrican las casas comerciales y un sinnúmero de hijos, primos y herederos que aprovechan la ignorancia de los sufridos pacientes para inyectarles un alivio a sus múltiples dolencias y padecimientos.
Ya no se vale el esfuerzo del organismo por deshacerse, con sus propios y comprobados medios, del ataque de padecimientos y de microorganismos patógenos, cuando ya se le facilita el trabajo con preparados y pócimas que lo “emperezan” y anulan.
Llegará el doloroso momento de la medicina a ultranza donde los preparados placebos respaldados por la intensa y calculada avalancha publicitaria darán paso y reinarán sobre los verdaderos principios de la academia y del método científico. Es la publicidad la “ciencia” que acabará imponiéndose y ahogando los esfuerzos de abnegados científicos quienes han entregado sus vidas y sus mentes para que la medicina sea una ciencia que salve a la humanidad de la catástrofe que significa el empirismo, la publicidad mentirosa y la indolencia crasa de las autoridades encargadas de velar por los intereses de un conglomerado huérfano por las múltiples falencias de un sistema de salud enfermo y en cuidados intensivos con pronóstico reservado.