La violencia que cometen los agentes de la Policía es una práctica macabra que ocurre en muchos países y cuenta con el rechazo de la población civil a nivel mundial. Con mucho acierto, el Secretario General de la ONU, al referirse al tema, manifestó: “es una de las violaciones a los derechos humanos más grave”.
En este año, Colombia entró a figurar entre los países con los casos más aberrantes e indignantes del mundo, comparables incluso con el asesinato del afroestadounidense George Floyd, quien imploraba piedad a los policías de Mineápolis (EEUU), que lo asfixiaban. El caso nuestro fue el de Javier Ordóñez, a quien, como pudimos observar en las imágenes que circularon, lo golpearon y le propinaron repetidas descargas eléctricas con un arma “taser”, mientras la víctima pedía a gritos que pararan las agresiones. Luego, lo condujeron a un CAI y posteriormente lo trasladaron a un Centro Médico donde finalmente murió como consecuencia de los golpes recibidos.
En Colombia los excesos de la fuerza pública son recurrentes, lo cual mina la confianza de la ciudadanía en su policía, al ver cómo sus autoridades – dentro de las cuales se cuenta la Policía Nacional- no cumplen con lo dispuesto por el art. 2 de la Constitución Política que establece que ésas autoridades están instituidas es para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades, y no para agraviarlas y hasta matarlas como efectivamente ocurrió en el caso de Javier Ordóñez.
Y la muerte de Ordóñez, generó una gran indignación que desafortunadamente fue dirigida por unos desquiciados delincuentes y aprovechada por una multitud de vándalos que hicieron de las suyas atentando contra civiles inocentes, contra otros policías que no tuvieron nada que ver en los hechos y contra infraestructura del Estado que deberá ser reparada con más impuestos.
También causaron gran indignación las declaraciones de los superiores de los policías agresores de Ordóñez, al anunciar que éstos habían sido trasladados del servicio de patrullaje al de labores administrativas, pues no se puede entender cómo un traslado a cómodas oficinas pueda implicar la sanción que merecen los autores de un hecho tan grave, que dio lugar a otros mucho más graves. La única explicación a esa “sanción” es considerar que con el traslado a las oficinas, los policías reciben un castigo porque pierden las jugosas “coimas” que a diario reciben en la calle con ocasión del “cumplimiento de su abnegado deber”. Sólo si la cosa es así, entonces ya uno entiende que el traslado representa una sanción.
Los hechos vandálicos protagonizados por los desadaptados (y que tuvieron como “justificación” la muerte de Ordóñez), fueron repelidos a plomo indiscriminado contra las turbas, produciendo 14 muertos y decenas de heridos, lo que por supuesto se debe rechazar con vehemencia, pues el exceso de unos y otros es inaceptable.
Sólo la protesta pacífica -que se encuentra consagrada en la Constitución- puede tener lugar, pero los que protestan no pueden servir de “idiotas útiles” a tanto pillo que lo que busca es desestabilizar políticamente al país y premiar a unos vándalos para que en medio de los desórdenes obtengan pingües ganancias, como desafortunadamente viene aconteciendo en los últimos tiempos.
Urge una reforma policial para el enganche, ascenso y permanencia en el servicio; lo mismo que un ajuste en los procedimientos para el uso de la fuerza, acompañada de una capacitación permanente y sanciones ejemplares por su violación. El problema, a mi entender, es la solidaridad de cuerpo que impide la aplicación oportuna de las sanciones a quienes infringen las más elementales normas de los derechos humanos.
Los policías deben entender que son servidores públicos, NO opresores del público.