San José se colgaba de sus sueños, así como las gotas de agua en las hojas de los árboles, o los sonidos solemnes en las campanas, arrullado por la aurora de una esperanza azul sembrada en su alma con asombro de cielo.
Tenía la costumbre de conversar consigo mismo, la había aprendido de los rumores del silencio, de la calma y la brevedad, en alianza con la soledad de sus pasos y el eco, aún dormido, del rocío.
Solía caminar en medio de la bruma bonita, en la madrugada, porque meditaba mejor y sus ideas se iban despejando al ritmo del viento, así como los pájaros desplazan el velo que cubre la mañana con sus alas y su canto.
Al volver a casa sentía una armonía similar a los dibujos de las nubes, o la redondez de las semillas ojeando los suelos, para bajar a ellos y poblarlos de matas y de flores -especialmente lirios-.
El olor era de primavera, aunque fuera invierno, o verano, pintado del blanco original que se transforma en rojos, verdes y amarillos, imitando el esplendor de las frutas en la mesa o al arco iris descendiendo por sus colores.
La música la aportaban las estrellas, los recuerdos latentes, la sencillez de las cosas provincianas, la siesta, la esperanza, el tiempo amable de sus jornadas y la voz callada de su majestuosa humildad.
San José nacía cada día con el milagro en las sienes, con la misión de cumplir la voluntad divina que lo hizo digno padre de Jesús -y del mundo-, con el don de ser ejemplo vivificador para todas las familias.
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