El presidente conservador Marco Fidel Suarez se cayó a comienzos del siglo pasado como resultado de un debate por indignidad impulsado por Laureano Gómez, quien acusó al jefe de estado de vender por adelantado sus sueldos con el fin de repatriar los restos de su hermano fallecido en Estados Unidos. Poco más de dos décadas después, el presidente liberal Alfonso López Pumarejo renunció a su segundo mandato cuando estalló un escándalo en su contra por el ejercicio profesional de su hijo, Alfonso López Michelsen, en el episodio conocido como La Handel. 30 años más tarde el propio López fue acusado por sus contradictores por la construcción de una carretera en los llanos orientales que pasaba por la finca La Libertad, propiedad de uno de sus hijos. Ya en este siglo fueron numerosos los problemas de Alvaro Uribe, por cuenta del “espiritu emprendedor” de sus hijos. Se recuerda en forma especial el negocio de la Zona Franca de la Sabana de Bogotá y los debates que se adelantaron en el Congreso. Y más recientemente, el Presidente Duque recibió los embates de la oposición por recomendaciones burocráticas y contractuales de su madre ante Ministros y altos funcionarios del estado, de las cuales quedaron evidencias en audios.
No son nuevos entonces en Colombia, tampoco en el mundo, los escándalos en los que terminan involucrados jefes de estado, por cuenta de las andanzas de sus familiares cercanos. Hijos, padres y hermanos de presidentes, siempre son asediados por empresarios respetables y por contratistas del estado, con el fin de aprovechar su poder y conseguir favores para sus negocios y prebendas burocráticas. En el caso colombiano, con un sistema presidencialista exacerbado, en el que la sola insinuación de interés de cualquier amigo cercano o familiar del jefe de estado se convierte en orden para los funcionarios que toman decisiones, es muy grande el peligro de incurrir, no solo en indelicadezas, sino en delitos. En la mayoría de ocasiones, hay que decirlo, se trata de conductas de los implicados de las que nunca tienen conocimiento los presidentes, que se enteran por los medios de comunicación o por terceros cuando ya el daño es inevitable. Obviamente, para una opinión pública hastiada de la corrupción, que ha perdido toda confianza en sus líderes, es casi imposible creer que los presidentes no saben lo que hacen sus cercanos.
Ahora, a menos de 7 meses de iniciado el gobierno Petro, estallan el mismo fin de semana dos escándalos distintos que involucran al hijo y al hermano del Presidente. En el primer caso por las declaraciones, acompañadas de cientos de conversaciones de chat, de la ex esposa de Nicolás Petro, en las que señala que este recibió recursos de dudoso origen para la campaña por parte de personas señaladas por la justicia, y que se habría quedado con esa plata. También se le acusa de visitar Ministros y altos funcionarios con el fin de solicitar favores burocráticos. En el segundo caso, igual de grave por sus implicaciones en la suerte de la política de paz del gobierno, es señalado el hermano de Petro, quien supuestamente, según algunas versiones, habría recibido dineros de narcos en cárceles colombianas, con el fin de ser incluidos en la lista de beneficiarios de las negociaciones con las distintas bandas criminales.
La reacción de Petro, horas antes de revelarse los escándalos, es la esperada de un jefe de estado demócrata y respetuoso de la institucionalidad. Solicitó formalmente a la Fiscalía General que se investigaran estos episodios y se comprometió a respetar los resultados. Ahora es clave que la entidad avance rápidamente en sus averiguaciones y presente al país conclusiones que permitan establecer con claridad responsabilidades individuales. En cualquier caso, ya el daño se produjo y se demuestra una vez más el peligro que significa en nuestras democracias la excesiva cercanía de los familiares de los presidentes a sus gobiernos. Esa es una lección que muchas veces se olvida. Quien no conoce la historia, está condenado a repetirla.