Siempre un libro me acompaña, juicioso, con versiones circulares de un saber que se vuelve concéntrico y me asoma a la distancia -sublime- donde se halla la eternidad y se reunen los tiempos a conversar en silencio.

Así, las letras se trenzan, como en un cabello bonito, se repiten una y otra vez, página por página, para aliviar un poco mi ignorancia e inspirarme en la vigilia de unos sueños que se encadenan, como ellas, en ideales. 

Su aliada es la música, más bella al amanecer, con ese prodigio de revelarme la salida del laberinto de mi escasez, con señales que provienen de los pliegues del alma y salen a la luz, envueltas en el humo de un café.

La lectura me ha hecho crecer con una bonita obsesión de capturar, entre las hojas del comienzo y las finales de un tomo, las huellas azules de la sabiduría que pasan como pájaros migrantes buscando su nostalgia.

Las palabras son duendes que me conducen a las lejanías, aromas que serenan mis sentidos, semillas sembradas en un jardín íntimamente fragante, donde puedo cultivar aquellas viejas fantasías que ahora cosecho.

Los libros han esclarecido mi zona de sombra, mi fragilidad, y han sido -algo así- como el abrevadero de la sed que espera en las sequías, o esos momentos sagrados que uno tiene cuando busca la nobleza de su consciencia.

En las páginas que me falta leer está la opción de pensar en que, el presente, es sólo la estación de paso de la vida, como lo era un oasis para las antiguas caravanas que iban por el desierto hacia la ruta de la seda de La India.

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