Además de ser el recinto sagrado de la libertad, el alma se siembra en el viento como una fragua deliciosa de la sabiduría para volar, aventurar, en fin, para convocar al destino al escenario de los sentimientos puros.
Su don supremo es ser invisible, no tener espacio, ni tiempo, y andar por ahí, de vida en vida, transmigrando para que los humanos optemos por reencarnar, hasta lograr nuestra perfección después de numerosas fugas.
Siempre busca un jardín espiritual para cultivarse y allí esconder su pequeño mundo feliz, porque – para ella – es suficiente volverse polen, o mariposa, aletear por los rincones y retornar, luego, a su ámbito ideal.
De su cristal se filtra el esplendor que diluye tinieblas, que anuncia la verdad y refleja la belleza universal, la de los buenos caminos de la vida, la de ser fuente de ilusiones que se riega con una generosidad, tal, que la vuelve una esperanza bonita ascendiendo hasta la intimidad.
Así, cuando uno comienza a amarla, siente su identidad y se integra a las bisagras emocionales de su esplendor, a esa fantasía que extiende las aristas del horizonte hasta el espejo del tiempo.
La felicidad está en la sencillez del alma y, lo vital, es hallar en sus vertientes una antorcha luminosa, para eslabonar la cadena de la eternidad con el paisaje de luz que da a cada uno de nosotros.
Epílogo: Los pobres mortales no alcanzamos a entender que lo que creemos que no existe… ¡Existe!