A la guitarra le luce la nostalgia, porque siempre evoca algo de tiempos pasados, de gozos o de penas y, cuando rasguea, siembra el alma de fiesta, o de tristeza -no interesa-, porque trenza en sus cuerdas la fluencia del corazón y lo estremece.
Y le es fácil inventar el amor, colgarlo de su sinuosa belleza de madera, aliarse con el romanticismo maravilloso de la soledad y con las quimeras alojadas en la luna, que bajan a esperar el rocío en un rincón de la madrugada.
Al son de una guitarra renace la vieja costumbre de suspirar, como las flores, cuando los pájaros se posan en sus pétalos, para cantar aquellos amores que dejaron al volar migrantes hacia la primavera, buscando la melodía pura que calmara sus anhelos.
La guitarra posee una lejanía inscrita en su lamento, o en su gracia, con el silencio azul de fondo, como en Capricho Árabe, por ejemplo, para reconstruir una leyenda de esas fascinantes de Las Mil y Una Noches, cuando Scherezade contaba una historia diaria al rey para salvar su vida.
Entonces surgen los poemas y se adhieren a su ternura, a esa posada de sonidos y de encanto, donde los duendes hacen trueque con las mariposas, para que nos relaten su mundo imaginario de caminantes que peregrinan por los sueños.
Una guitarra lenta enseña que la vida es una emoción incógnita escondida en un bolsillo del viento, en una de esas playas donde se escucha el eco del mar con el oído regado de caracoles.