Parte importante de la dificultad para resolver la grave situación de orden público que ha vivido Colombia en el último mes tiene sus raíces en un comportamiento del Presidente Duque que obedece, bien a una enorme inseguridad e inexperiencia, agravada por el hecho de estar acompañado por el que es, sin duda, el equipo de gobierno más débil e inexperto que ha conocido el país en su larga y accidentada historia. O bien, porque estamos ante un personaje soberbio, que obra bajo la lógica de “a mí que nadie me diga lo que tengo que hacer”.
Cualquiera sea la explicación, el resultado es el mismo: caímos en una situación donde las decisiones no se toman y que ha llegado a tener sabor a tomadura de pelo, pero con ribetes macabros por las vidas que está costando y por las cuales habrá de responder; pantomima gubernamental que agrava la parálisis de la actividad económica, salvo el narcotráfico, consecuencia de una pandemia que no cede, expresada en pérdidas de empleo e ingresos y en desabastecimientos de alimentos, materias primas y aún de drogas, llegando a imposibilitar el simple derecho a movilizarse.
El paro no ha logrado sentar al gobierno Duque a negociar unos reclamos ciudadanos, tal vez porque este le apuesta a su debilitamiento y a capitalizar el creciente malestar ciudadano, con lo cual el único ganador con el impase sería el gobierno pues la demora favorecería su pérfida intención de no reconocer lo que legítimamente le reclama una ciudadanía indignada. El gobierno ha insistido que el comité nacional de paro es además el responsable de los bloqueos en las vías, exigiéndole que dé la orden para levantarlos; pero resulta que estos bloqueos no hacen parte de las acciones impulsadas por dicho comité, y por ello, lo más que pueden hacer es solicitar que los responsables los levanten, como ya lo han empezado a hacer.
Estamos ante el cuadro patético y preocupante de un presidente aislado, convertido en una especie de autista político, encerrado en su soberbia o incapacidad, vaya uno a saber, mientras que el país se sume en una crisis con un alto costo para nuestra frágil democracia y aún más resquebrajada economía; crisis que al no solucionarse prontamente tendría como únicos beneficiados a los extremos políticos lunáticos de una ultraizquierda que se siente en la antesala de la sublevación popular largamente esperada por ellos, como si estuviéramos, a semejanza de la Revolución Rusa, en vísperas de la toma del Palacio de Invierno por las masas enardecidas. Mientras que la otra extrema espera que la mezcla de rabia y susto que se vive, lleve a “la gente bien pensante” a pedir mano fuerte, reeditándose lo ya vivido en tiempos de una Farc amenazante e intimidante y un Álvaro Uribe en su papel de salvador providencial de la sociedad amenazada. Hoy no sería él, pero si un Germán Vargas Lleras o el exalcalde Gutiérrez de Medellín, para citar dos posibles nombres.
Lo que olvidan ambas extremas es que la historia no se repite, salvo como parodia, y en estos últimos veinte años Colombia y el mundo son ya otros. Hoy es bien fuerte el reclamo de “un cambio”, aunque su naturaleza no sea clara, realizado en un escenario donde el avance sin precedentes de las comunicaciones y la virtualidad hace de la convocatoria a la movilización ciudadana y la transmisión de mensajes y consignas algo que se realiza masivamente, en tiempo real y de una manera desjerarquizada -cada participante es su líder y convocante-, en medio de un horizonte de incertidumbre económica que enfrentan especialmente los jóvenes, agravado por el empobrecimiento que ha traído un año largo de una pandemia que no parece tener fin, pero que sin duda alguna será el comienzo de algo nunca antes visto en este país.