El jueves pasado murieron otros dos niños de hambre de la comunidad Wayú. Hace muchos años, en la década de los 40, en una autopista de Argel un niño atravesaba una autopista cuando pasa un vehículo a alta velocidad, lo atropella y lo mata.
El conductor alcanza a detenerse, en fracciones de segundo trata de tomar una decisión, si recoger al niño y llevarlo a un hospital por si había alguna posibilidad aún de vida, o mejor seguir a toda velocidad sin importarle la muerte del joven.
Decide lo segundo, y alguien que estaba en la vía, mira hacia el cielo y exclama “Y tú no hiciste nada, dudo de tu existencia”.
Algunos años más tarde lo premiarían con el Nobel de Literatura, era Albert Camus. Hace poco, a propósito de la muerte de los niños Wayús en La Guajira, el delegado de las Naciones Unidas de la zona alcanzó a decir, que cada vez que moría de hambre un niño indígena, esa no era una muerte, era un asesinato que cometía la sociedad.
Entiendo que la comunidad Wayú vive en una zona conocida como la alta Guajira, de cerca de 35.000 kilómetros cuadrados, que corresponde aproximadamente a dos veces el eje cafetero, ancestralmente abandonada, a donde después de 190 años de vida republicana nunca ha llegado el estado con una escuela, un hospital, ni siquiera con agua, ni un pan, y por ello los niños Wayús mueren de hambre.
En los últimos años probablemente una de las pocas formas en que el estado se hizo presente, fue a través de un programa de alimentación para niños del Instituto de Bienestar Familiar, pero se robaron el dinero y por ello ya hay personas detenidas.
Esas son las zonas a las que nunca ha llegado el estado, a ellas era las que hacía referencia en estos días la senadora Claudia López cuando decía en Cúcuta que actualmente son cerca de 15 millones de colombianos a donde la mano del Estado nunca ha llegado, y que si queremos de verdad alcanzar la paz, hay que rescatarlos. Tiene toda la razón la senadora.
El que no tiene razón es otro senador, pues mientras los niños wayús mueren de hambre, el senador Horacio Serpa, a quien hace algunos años losveíamos con talla de estadista que luchaba con coraje y lucidez por llegar a la presidencia, en esta última semana, en un proceso de decadencia política, se quejaba a raíz del cambio ministerial que “el liberalismo no quiere estar más en la coalición de gobierno, pero sí en el gobierno”; ese es el reflejo del país, mientras los niños de la Guajira mueren de hambre, algunos de nuestros políticos están agarrados pero por la mermelada.
El proceso de paz no va a resultar nada fácil, y más con algunas realidades macroeconómicas que apuntan en señalar que si se suman el hueco fiscal hoy en día existente, más la urgente reforma fiscal que debe hacerse, no habrá dinero para el posconflicto.
Ese es el gran dilema que siempre hemos tenido, y sufrido. La distancia que hay entre el país real, el de las comunidades olvidadas, que nunca han tenido una escuela, un hospital y ni siquiera unas migajas de pan, que pueden ser cerca de 15 millones de colombianos y el país de algunos políticos, algunos de ellos incoherentes, inmorales, insensibles, quienes a pesar del desplazamiento y olvido de muchos de los colombianos quienes ellos dicen representar, se comportan y actúan como ese conductor de un vehículo en Argel, que hace muchos años atropelló a un niño, lo asesinó, y siguió derecho.