Aunque hay cierta falta de pudor en hablar de uno mismo o de su familia, creo que en el caso de Ana Helena Vega de Camargo puede justificarse, pues hay personas cuyas ejecutorias las hacen traspasar su limitado espacio familiar.
Que Ana Helena, a quien en familia llamamos Naná, cumpla 80 años, es un buen momento para tratar de entender qué hace que algunas personas dediquen su vida a los demás.
Con Guillermo Camargo (los dos se admiraban mutuamente) logró ser madre de cinco hijos, uno fallecido bebé y otra que se contó entre los niños que sufrieron de una epidemia de meníngeo-encefalitis por allá por la década de los 50 del siglo pasado y quien estuvo un mes en coma a sus siete meses de edad siendo la única sobreviviente de todos los infectados. Pero lo hizo con daño cerebral severo que le produjo retardo mental y parálisis del lado izquierdo del cuerpo, además de epilepsia.
Teresita, como se llamó, no tenía esperanza de vida de más de 7 años, pero murió a los 56, siendo el centro de la familia y el motor de todos en el núcleo familiar.
En esa época se daba mucho el ocultamiento del retardo mental, pero Naná decidió no sólo mostrarla sino poner a su familia a girar alrededor de ella.
Los otros hijos estudiaron, tuvieron familia y ahí van.
Era yo preadolescente, pero me acuerdo perfectamente de la llamada de mi Mamá a Gloria de Ibáñez, quien tuvo la idea de crear un instituto de niños especiales.
Mi mamá se vinculó a esa idea del Instituto del Niño Retardado Mental, hoy Gimnasio de Educación Especial la Esperanza, con tres sedes, una de escolaridad, otro de internado y una huerta, que atiende más de 300 niños de forma directa y un número mucho mayor por consulta externa o planes especiales, con un fervor que hoy supera 50 años de trabajo.
Yo no sabía que esa llamada significaba para mí que pronto estaría cargando canastos en el mercado de la sexta para el naciente instituto.
Mi mamá que es buena para ahorrar, así se evitaba pagar un cargador en el mercado. Al resto de la familia también le tocó trabajar gratis y a destajo.
Pero además de trabajo duro, Ana Helena instauró en esa institución un principio que explica por qué, cuando muchas empresas e instituciones no superan los cinco años de vida, ésta sigue creciendo después de 50 años.
Ese principio, que parece obvio, que el centro de la institución son sus niños, tiene muy poca aplicación en el sector educativo del país. Defenderlo le ha significado en 50 años varios días difíciles y amargos. Ese punto en Ana Helena nunca ha sido negociable.
La vocación de servicio en ella es natural. Más que una persona buena, es una persona justa.
Es una mujer de profundas convicciones que defiende con un gran carácter. No es cucuteña, sin hacerle honor al origen.
Los que la hemos conocido y acompañado por muchos años, sabemos que los principios cristianos, católicos, de ayudar al prójimo y perdonar al que nos hace daño, en ella es práctica habitual.
Somos testigos; no sólo perdona, olvida. Y ayuda sin aspavientos. Hablamos de una mujer, como decía Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra buena.
Esperamos quienes la queremos y nos sentimos orgullosos de ella, que viva bastanticos años más, y tenemos fe en ello pues los 80 la encontraron ocupada, saliendo de su casa temprano y llegando tarde, trabajando.
No fuimos capaces de jubilarla.