El idioma me permite colgarme de cada instante bueno del tiempo, trenzar los eslabones de la espiritualidad y ascender por el hilo azul que me asoma al don sagrado de la eternidad.
Y me refugia en el hogar de los duendes y las hadas, un aposento sencillo rodeado de árboles, pájaros y mariposas universales, con el arrullo lento e ingenuo del rocío sembrando su ternura.
Cada vez que una palabra bonita se encuentra con mi sombra, camina junto a ella y, juntas, se me vuelven nostalgia, destino, viento, música y reflejan el surco de mi esperanza con destellos de belleza.
Esa palabra soñada invoca el lenguaje del alma, me inspira a imaginar los cantos de la naturaleza y me convoca al horizonte donde, al final del arco iris, reposa la mítica olla ancestral con sus tesoros y su leyenda sabia.
La palabra es la fragua para forjar una emoción íntima, hacer vibrar el eco de los secretos escondidos en el corazón, transferir ilusiones al pensamiento, depurarlas, y recoger su esencia en un crisol de fantasía.
Allí, los sustantivos son libres de nombrar las cosas y los adjetivos de calificarlas, de soltar las amarras de los sentimientos y convertirlos en poemas, o en canciones, con la magia circular de los sueños.
(Yo no sé qué hubiera hecho sin la palabra, sin el silencio y la soledad que llenaron mis vacíos con su fuente de luz, sin la savia que me alienta a superar mi escasez).