A pesar de que hace menos de un mes el ministro de Hacienda repetía una y mil veces que la reforma tributaria integral sería presentada a consideración del Congreso en la legislatura que se inicia en marzo, ahora sus últimos malabares verbales dan a entender que la idea es postergar su presentación para una fecha no determinada del segundo semestre del 2016.
Esto sería muy grave. El Gobierno debería sopesar los graves riesgos fiscales que una decisión desacertada de esta índole puede acarrear.
Probablemente el trasfondo que hay detrás de este cambio de prioridades radica en que el Gobierno no quiera revolver el tema de la firma de la paz y su ratificación refrendaría con el tema fiscal y, concretamente, con el aumento de impuestos.
¿Pero, qué pasa si la paz no se firma en marzo –como es improbable que suceda— y si el referendo apenas se viene a votar en los últimos meses del 2016? Pues que el espacio político del ajuste fiscal, que es apremiante y que el país está en mora de emprender, quedaría desplazado, con plazos calentanos, para el 2017.
Y atención: si la reforma tributaria queda desplazada para el 2017, ello significa dos cosas: primero, que habría que tramitar semejante asunto tan vidrioso en un año preelectoral; y, segundo, que al menos en lo que signifique modificaciones en el régimen legal de los impuestos directos éstas solo entrarían a aplicarse a partir del 2018.
La terriblemente mal hecha reforma del 2014 hay que enmendarla cuanto antes. Colombia quedó con uno de las tasas empresariales más altas del mundo. Esta situación es insostenible y mientras más pronto se corrija, mejor.
De otra parte: el déficit –no el del 2018, sino el del 2016— es agobiante. Esto hay que decírselo al país con claridad. Y no es prohibiéndoles a los funcionarios públicos que viajen en primera clase en sus desplazamientos internos como vamos a corregirlo. Esto hay que reconocerlo mucho más paladinamente de como se ha venido haciendo.
Financiar el déficit fiscal de este año, que no rebajará del 4 % del PIB (lo que equivale a cerca de ¡32 billones de pesos!), no se puede pretender hacerlo a base de mayor endeudamiento, pues reventaríamos la regla fiscal, que el Gobierno se ha comprometido solemnemente respetar. Ni tampoco asfixiando la inversión pública, que –en lo que no tiene que ver con la infraestructura— ya está suficientemente maltrecha. Con lo cual, la única vía racional que queda es el incremento en los recaudos fiscales. Y eso se llama reforma tributaria.
No debemos olvidar tampoco que este año 2016, si se firma la paz, será también el momento en que comienza formalmente el posconflicto. O sea, el momento a partir del cual se ponen en marcha los taxímetros de la financiación de las grandes inversiones que requerirá la aclimatación de la paz. Para las cuales, por cierto, es muy poco lo que está presupuestado. Por eso el mejor aliado que puede tener un posconflicto exitoso es un ajuste fiscal tramitado a tiempo.
Cuando la señora Bachelet presentó su programa para ser elegida presidenta de Chile por segunda ocasión, lo anunció con todas las letras a sus electores, para que no hubiera dudas: “haré una reforma tributaria para financiar la educación”, dijo. No lo ocultó, ni le dio largas, ni lo encubrió con malabares verbales.
Haríamos bien en aprender de esta lección de transparencia política. Antes de que sea el mercado el que nos la haga aprender a la fuerza. (Colprensa)