Dios otorgó a San José la gracia de un hogar bendecido por la humildad y los valores, alegre y luminoso, después de superar las migraciones, los miedos y la zozobra de tantos peligros y obstáculos.
Le evitó el sufrimiento de la pasión y lo condujo secretamente al cielo por su sacrificio y dedicación a Jesús, por protegerlo de la matanza de los inocentes y educarlo con amor y sabiduría, por enseñarle el oficio de carpintero y las primeras lecciones de la vida con su ejemplo.
Y así, con la misma discreción de San José, quiso el Señor ocultarnos el lugar y el tiempo de su muerte y dejárnoslo recordar en su casa, en el taller, con su silencio y su luz, con su inteligencia y su modestia brillando espontáneas.
San José pulió la personalidad de Jesús con una delicadeza y perfección similar a la belleza de sus tallas de madera, con el esmero del artista que cuida cada detalle paralelo a la majestuosidad de su obra.
Las pocas cosas que tenía las ofreció a Dios, las dos tórtolas en el templo, los lirios en el jardín, la lámpara encendida en un rincón, sus herramientas queridas, sus haberes y su mirada siempre azul, inscrita en el horizonte.
San José es la sombra sencilla y amorosa de los deberes naturales, humanos, ofrendados como homenaje a la mística de la familia, a esa esperanza que debe bordarse en los pliegues sentimentales de la virtud.
EPÍLOGO: Al rescatar la semblanza de San José, la iglesia cosechará las semillas de su bondad paterna y reorientará el estudio de la Teología con su legado.
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