Esta semana The New York Times ha dado un valiente paso adelante para abrir el debate sobre el asunto más sensible de la literatura actual, del que poco se ha hablado pero del que algún día tendremos que encargarnos: el tratamiento que daremos al legado de la recientemente fallecida Alice Munro, ganadora del Nobel de Literatura 2013, tras la confesión firmada el julio pasado por su hija Andrea para el diario Toronto Star, en la que revela que su madre fue conocedora durante años de los abusos sexuales a los que le sometía su padrastro, Gerald Fremlin, sin que hiciera absolutamente nada para impedirlos.
No es una conversación sencilla de tener, pero la justicia literaria así lo demanda.
Aunque hoy por hoy la cancelación cultural lleva más de una década en ejercicio, y ya la hemos visto en acción con nombres de gran calado como P. Diddy o Plácido Domingo, nos encontramos ante una situación diferente que nunca antes habíamos presenciado, ya que aquí la artista no sería la perpetradora directa de las supuestas conductas abusivas imputadas, pero sí una cómplice necesaria de las mismas arropada por el silencio de su inacción.
Si este fuera el nefasto caso recurrente que hemos visto personificado en múltiples ocasiones, es decir el de varones vivos procesados cuyos patrocinadores les abandonan huyendo de su radiactividad reputacional, todo sería más fácil, pero con Munro tenemos una escritora considerada, incluso, como abanderada del feminismo y que ya no está entre nosotros para exigirle respuestas.
El problema va más allá de la duda eterna sobre la separación entre el autor y su obra, dicotomía moral sobre la cual se han escrito ríos de tinta, ya que, de acuerdo con el análisis llevado a cabo por los expertos consultados por The New York Times, es posible detectar trazas de aquel episodio punible en cuentos escritos por Munro allá por la época de los noventa, justo cuando Andrea le reveló a su madre lo ocurrido.
Relatos tales como “Vandals”, “Labor Day Dinner” o “Runaway”, en los que los abusos cometidos por la figura paterna forman parte central de los dilemas afrontados por los protagonistas, están siendo releídos cuidadosamente para encontrarles una interpretación alternativa a la luz de la nueva información con la que contamos.
Un ejercicio revisionista que forzosamente impregna sus cuentos de un indiscutible hálito de incomodidad.
Aunque nunca será posible determinar a ciencia cierta si Munro realmente usufructuó el sufrimiento de Andrea para producir la literatura que le llevaría al Olimpo literario, lo que sería brutalmente perturbador, es prácticamente innegable su rol pasivo en la prolongación del mismo.
Por ello, la pregunta sobre qué postura ética deben asumir las editoriales que actualmente le imprimen cobra vital importancia, más aún cuando la Academia Sueca sigue curándose las heridas de su último escándalo sexual y habiendo visto cómo esta clase de situaciones se desenvuelve cuando otro tipo de artistas en otra clase de industrias son los involucrados.
¿Qué hacemos con Munro? Ese es el gran interrogante que constituirá la prueba definitiva para la integridad del mundo cultural.
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