Al parecer un tal monsieur de apellido Boulanger, en la París prerrevolucionaria servía algunos “caldos reconstituyentes” en su establecimiento de la rebautizada Rue du Poulies, ahora de Louvre. Pues bien, unos empezaron a llamar a esta clase de locales boulangeries y otros parisinos optaron por las bondades del caldo, (que restauraba sus ánimos y sus barrigas) para nombrarlos restaurants, que doña RAE (que rae, roe y corroe) en su versión castellana expone como lugares “públicos donde se sirven comidas y bebidas, mediante precio, para ser consumidas en el mismo local”, y que dadas las circunstancias actuales debería replantear tal definición.
Yendo un poco más atrás, recién han encontrado en Pompeya un termopolio, lo que vendría a ser un comercio callejero donde se vendían viandas y bebidas, el street food del siglo primero de la era cristiana. En las fotos difundidas por las agencias de prensa se pueden ver unos puestos de mampostería decorados en sus laterales con frescos muy vistosos, como un par de patos muertos a la manera de un bodegón de caza, un gallo altivo que los mira absorto que a su vez es asechado por un perro amarrado y hambriento; también dejan ver en su parte superior algunos recipientes de barro incrustados donde los arqueólogos hallaron restos de comida preparada con cerdo, cabra y caracoles entre otras delicias. Nada nuevo si se escarba otro poco y nos enteramos de que en Egipto ya había comedores de pago quinientos años antes de que el Vesubio sepultara con su vómito bermellón y gris a los pompeyanos y sus vecinos de Herculano donde también se han hallado esqueletos en lugares públicos similares a los que apenas podemos visitar dos mil años después.
Si apeláramos a otra clase de mensajeros, Cervantes –por ejemplo– nos cuenta que don Quijote (que comía lentejas los viernes) visitaba fondas y ventas, apuraba yantares y potajes bajo su peste de amor; y Goya nos legó un cuadro con una pelotera frente a un mesón donde el viajero común iba a restaurarse. Sí, la gente siempre ha ido a esos lugares, sea de paso o como costumbre instalada. Nadie negará que si en casa se come rico, perfecto. Pero si se hace por fuera, por necesidad, por falta de tiempo o de talento, a la pípol le gusta ir a los restaurantes, al puesto de mercado o a la venta callejera para aliviar el buche o llenar la panza a placer.
Si en el futuro –ese después que no veremos– los arqueólogos y antropólogos o como se hagan llamar, encuentran bajo toneladas de plástico y escombros robóticos el dibujo de dos panes con cosas en medio, o el de unos círculos cortados en forma de triángulos concéntricos, o unas sofisticadas cajitas con residuos de comidas muy chic, se sorprenderán de lo lúcidos que fueron los habitantes del siglo veintiuno; si hay suerte descubrirán letreros con inscripciones “para llevar”, delivery, take away, “cerrado” y tal vez los despojos humanos de un muchacho en bicicleta con una caja termopolio a la espalda lo más de curiosa. Tal vez les cuenten a sus congéneres humanoides sin pituitaria ni papilas posibles, que alguna vez hubo unos lugares de reunión donde más que comer y beber, se juntaban amigos y familias; dizque se sentaban y se contaban cosas, probaban del plato del vecino, se reían o hacían negocios (hasta dejaban fumar en otro siglo); relatarán que allí se pedían manos para casarse o ancas para jactarse, que se citaban al mediodía o al anochecer, y si había tiempo, licores y postres, conversaban en una larga, larga sobremesa.
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